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viernes, 26 de abril de 2024 01:32h.

La Rama para un entierro - por Nicolás Guerra Aguiar

Una sentida necrológica de Nicolas Guerra Aguiar  a su primo Efrén:

Eran las tres y media en punto de la tarde. El anunciador ruido de un sonoro volador calló el silencio de osario que se respiraba, por más que las palabras sonaban audibles...

La Rama para un entierro - por Nicolás Guerra Aguiar

 Eran las tres y media en punto de la tarde. El anunciador ruido de un sonoro volador calló el silencio de osario que se respiraba, por más que las palabras sonaban audibles. Silencio que, obviamente, imponen las sombras y los sempiternos sueños de quienes moran próximos al ciprés de Antonio Padrón en el cementerio de San Isidro, gerardista surtidor de sombras aquel árbol que en perfecta estructura sonetil cantó don Sebastián Monzón para seguir junto a su amigo del alma. Y tal resplandor acústico dio la orden de salida desde el tanatorio en que se encontraba mi primo Efrén para las últimas estancias en la vida, o mejor, entre los vivos.

Y a las tres y media en punto de la tarde lo sacaron pero no como al don Guido machadiano, «camino del cementerio» con plañideras voces de campanas y campanarios. No, porque justo en ese momento, cuando la caja mortuoria impactó con las luminosidades de una tarde muy fría en Gáldar, musicaron las músicas que siempre sonaron en Agaete cuando Efrén ya estaba preparado para bailar su Rama y su Retreta, pues no se entiende a estas sin él, la sangre culeta del carajote, que no lo dejaba parar. Y además, ¡en pleno carnaval, Efrén!

Y mira que lo intentó, pero nada, la atracción era superior. Efrén se escondía bajo la cama; se ocultaba en la cueva sardinera para no escuchar la música; se taponaba los oídos, como cuando Ulises ordenó a sus marineros que lo hicieran para no ser tentados por el canto dulce y sensual de las sirenas. Incluso hasta cambiaba los almanaques del año por otros de décadas pasadas, para confundirse, o colgaba los conseguidos en países árabes, que él no entendía, ق ي ټ ٸ…, o le añadía días a febrero, ponía julio en 39 para confundir a agosto. Y dejaba de leer los periódicos desde unos días antes a la Rama, a la Retreta, a las romerías de Gáldar, San Benito -La Laguna-, Guía… o al Charco aldeano para no tener fechas concretas y así despistar al tiempo que se le venía encima. Pero ni por esas, mi entrañable primo. El hombre era atraído como si se tratara del polo contrario en el imán, desgracia que lo acompañó desde niño y que se vio obligado a soportar a lo largo y ancho del Archipiélago, pues tampoco se podía distanciar ni tan siquiera de las bajadas de Vírgenes, ya en La Palma o en Hierro, aunque dicen que él estaba convencido de que alguna vez aparecería una en La Graciosa, e incluso sospechaba que en Montaña Clara, Roque del Este, Alegranza…

La verdad es que Efrén era un sinvivir, pues el machacón e impertinente desliz musical siempre estaba al acecho, como si quisiera hacerle la puñeta, a él, que echaba disculpas y ponía reparos a moverse, porque como en Sardina, decía, en ningún sitio. Un día –vísperas de la romería lagunera, la de San Benito- metamorfoseó cuerpo, sentimientos y maneras de ser para meterse en las profundidades marinas atado a una potala de tres teniques y así no oír timples, guitarras, laúdes y bandurrias que se entonaban con unas perras de vino entre yuntas y arados, como saben hacerlo en Tenerife.

Pero fue imposible: las corrientes marinas lo llevaron hasta las orillas tinerfeñas, y claro, una vez allí, ¿qué iba a hacer? ¿Luchar contra los imponderables? ¿Echarse a nadar en contra? Imposible: se habían acabado las corrientes, y un viento fuerte lo sopló para arriba, y llegó, claro, por más que quiso impedirlo. ¡Castigos del Señor! Tuvo que permanecer un par de días, y por eso aprovechó La Orotava, Realejos, pues entre la ida y la vuelta se van las horas casi sin darse cuenta, como al golpito, por más que todo sea en la misma recta entre Sardina y Santa Cruz, todo tieso.

Era tal su condena que ya los organizadores de parrandas, romerías, retretas y ramas, mogollones y carnavaleras carrozas se ponían de acuerdo con él para marcar las fechas, pues sus compromisos eran tantos que los almanaques los tenía casi en rojo desde años antes, aunque lograba robarle a las circunstancias algún día, y lo aprovechaba, claro, para relajarse.

Vivió Efrén la vida, la disfrutó, e incluso hasta su mujer le ayudó a hacerla. Sus mundos no eran de este mundo, pues no ansiaba mansiones, yates o veloces coches de carrera. ¿Velocidad? ¿Para qué? ¿De qué sirven si todo lleva su ritmo lento, saltarín y saltimbanqui, y son las bandas de Agaete, Guayedra, las que marcan ritmos y pasos, a veces de cansinos chuchangos? Porque a Efrén, aquel saltaperico que por primera vez en la vida no pudo salir por su propio pie para vibrar cuerpo, miradas y palabras a la orden de actuación que marcó el volador solitario en estruendoso dominio de la tarde sanisidrera, sí lo pararon unos momentos para que embarcara en sus oídos y en sus mentes y en sus nobles actuaciones las últimas notas musicales que a veces empataba de un pueblo en otro, de una romería en otra, de un papagüevo a otro. Aunque él -¡el puñetero culeto!- siempre dijo que todos son alegres, pero que como los de Agaete, ninguno, que estos llevan en sus estructuras la esencia africana de un pueblo noble y alegre, por más que las penas lleguen desde los interiores de la mar.

A las tres y media de la tarde, a las tres y media en punto de la tarde, mi primo Efrén bailó por primera vez desde el reposo impuesto. Pero como su juventud se rebelaba contra lo programado, quiso incluso romper con seculares tradiciones de silencios, rezos, requiescat in pace… y cambió todo: el hisopo, por la trompeta que inició los primeros compases; el silencio, por musicalidades aprendidas a fuerza de sacrificios nocturnos y diurnos, de dianas y cabalgatas, bajadas de la rama, charcos y romerías; y no dejó que los rostros de quienes lo sentimos se dejaran llevar por tragedias o algún que otro suspiro. Porque Efrén no era así, y fue Efrén hasta el final, incluso cuando reclamó para su entierro la dulce, serena y señera música culeta de La Rama y La Retreta, la sangre de sus venas y la alegría de su vida.