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viernes, 26 de abril de 2024 04:03h.

Se llama Magdalena, y esconde su obra - por Nicolás Guerra Aguiar

 Sí, es Magdalena, a secas. Todavía, como en la canción sabandeña, son patentes presencias de lo que fue, memoriza Alexandro: una linda flor, un ángel salvador, una mujer a la que muchos adoraron con fe. Acaso –y acaso los remonta a tiempos pasados- llegó a ser el imposible – posible amor de un joven serenamente seducido en ella. Para otros muchos fue la Beatriz de Dante, la Isabel de Garcilaso, la mujer “llena de las vidas del fuego” de Neruda, acaso aquella otra que los llevará un día a ser el polvo enamorado quevediano…

Se llama Magdalena, y esconde su obra - por Nicolás Guerra Aguiar *

 

   Sí, es Magdalena, a secas. Todavía, como en la canción sabandeña, son patentes presencias de lo que fue, memoriza Alexandro: una linda flor, un ángel salvador, una mujer a la que muchos adoraron con fe. Acaso –y acaso los remonta a tiempos pasados- llegó a ser el imposible – posible amor de un joven serenamente seducido en ella. Para otros muchos fue la Beatriz de Dante, la Isabel de Garcilaso, la mujer “llena de las vidas del fuego” de Neruda, acaso aquella otra que los llevará un día a ser el polvo enamorado quevediano…

   Magda, como siempre quiso que la llamaran, mantiene presencias de vitalidades y esencias, impactos de que hubo en ella una mujer fuerte y dominante, despierta y femenina, avispada y presumida. Por eso fue dejando en sus amoríos a varones de querencias que se limitaban a eso, a ser gente cargada de juventud y pasiones pero que desertaban en cuanto  delirios, arrebatos y ardores se amansaban plácidamente en el silencio de las palabras y la limitación comunicativa. Porque ella, Magda, esperaba más de quienes amó sin reparos ni condicionantes, en el pleno cumplimiento de sus edades. Sin embargo, me dice, solo encontró a uno que le dirigió sonrisas y embelesos en total inactividad, con embriagantes rictus. Pero ese uno voló en Erasmus y sigue en Italia, ya definitivamente romanizado.

   Magda, Magdalena en la canción sabandeña, hizo vibrar a jóvenes que se enredaron en su rostro de mujer inteligente, en sus hoyuelos que rompen linealidades, en el ardor de una mirada que casi siempre, me dice, fue solo eso: visualización de una mujer joven que no quiso perderse nada de la belleza exterior, sobre todo de aquella que se remansa a orillas de la mar pues nos abrasa con verdiazulados mantos de espumas y vaivenes, con relajadas mansedumbres y sensuales ondulaciones de su propio no-cuerpo. Así ve la mar, me dice, cuando sube a la tabla para alzarse sobre crestas aun más sinuosas y acaracoladas y volar incluso con vuelos de absoluto dominio a lo largo de su viaje, cual si de una conquista natural se tratara.

   Magdalena, Magda, fue una brillantísima alumna de épocas pasadas en el tiempo pero –insiste en la matización- todavía absorta entre los gitanos de verde luna de Lorca; los olmos secos de Machado que metaforean la anunciada muerte de Leonor; el regreso que hace Hernández de su amigo Ramón, tempranamente madrugado por la madrugada o el lamento del ciprés de Sebastián Monzón que vela el sueño eterno de su amigo Antonio Padrón allá en el cementerio de Gáldar, su tierra y la mía…  Y para mi satisfacción, tras haber leído sus manuscritos impublicables (“eternamente impublicables”, insiste), descubro en sana vanidad que algo del aula quedó en ella, y que me supera con creces, a fin de cuentas la ilusión de cualquier profesor: convertirse en discípulo de sus  alumnos.

   Magdalena, Magda, tiene a dos personas encerradas en sus folios, papeles que almacenan ya bastantes años. Si dijera que ella es la autora de los manuscritos –que lo es, que sí los escribió, que son suyos- quizás no acertara con la afirmación. O, al menos, no diría absolutamente toda la verdad. Porque tuve la impresión de que ella escribía, pero quien dictaba desde el exterior era aquel joven de Erasmus que se romanizó y de quien dejó de saber años atrás. Incluso el “yo” de muchos poemas es una primera persona gramatical que se relaciona con un joven, un varón con amor de intensidades –a la manera de los Amantes de Teruel, Romeo y Julieta y, aunque con reparos, hasta de Calixto y Melibea- pues dejó de ser él mismo para hechizarse de ella.

   Sus poemas, por tanto, tienen un receptor –Magda- y un autor –él-, por más que ella sea su creadora y él no tenga ni idea de aquellos versos. O lo que es lo mismo, desplaza su primera persona y usa la tercera, que también es ella, pero es él quien la sugestiona y envía en silencio. Y también a la manera de un narrador omnisciente en tercera persona gramatical alterna Magda el relato en verso con la intercalación de la primera –más conocedora pero, a la vez, muy limitada- e, incluso, de la segunda con valor de primera (es el “tú generalizador”). Así, construye un cuerpo poético exquisitamente organizado casi en el perfecto dominio de la técnica. Y lo más impactante es que traslada a la estructura poética lo que fue casi monopolio de la narrativa como –y así me lo recordó- sucede en Tiempo de silencio, otra obra que trabajamos en clase.

   Técnica, pues, en la que domina la maestría. Y en ella, además, la belleza de un lenguaje rico, riquísimo en recursos poéticos que no son –me parece- puros elementos embellecedores, sino impactos estéticos que embriagan al lector. Tampoco parecen universos barrocos, recargamientos o florituras, en absoluto: tengo la impresión de que cada palabra está organizada en conjunción con las aledañas e, incluso, con las más lejanas, aunque siempre al alcance. O lo que es lo mismo, aquellos apuntes poéticos que “jamás de los jamases verán la luz”  son eso, Poesía, es decir, palabras en versos estéticamente ordenadas para expresar sentimientos y bellezas.

   Pero ocurre, claro, que el libro no está acabado, aunque sí tiene su poema final. Y su punto final.

* Publicado con autorización del autor