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miércoles, 15 de mayo de 2024 01:04h.

De cómo mis amigos se me hacen mayores - por Nicolás Guerra Aguiar

Parece que el paso de los años se va imponiendo en amigos con quienes comparto entrañables aprecios. (Otros, en quienes creí, ya solo fugacean como vegas y ramos evaporados). De los primeros hay algunos cuyas reacciones ante lo ineludible no son de natural aceptación sino de rebeldía, de forzada renovación estética, como si fuera posible eliminar la acción devastadora en estructuras físicas e, incluso, manías. Acepto la realidad: se marchitan a medida que los años se les van acumulando. Por tal razón los inicios de almuerzos con algunos giran siempre en torno a malejones, diabetes, incontinencias nocturnas que fuerzan a tomar posesión del retrete, algunas que otras hipertensiones o tratamientos prostáticos mientras ingieren comprimidos, grageas, pastillas, y no recuerdan si tomaron las recuperadoras de la memoria.  

De cómo mis amigos se me hacen mayores - por Nicolás Guerra Aguiar

 

  Parece que el paso de los años se va imponiendo en amigos con quienes comparto entrañables aprecios. (Otros, en quienes creí, ya solo fugacean como vegas y ramos evaporados). De los primeros hay algunos cuyas reacciones ante lo ineludible no son de natural aceptación sino de rebeldía, de forzada renovación estética, como si fuera posible eliminar la acción devastadora en estructuras físicas e, incluso, manías. Acepto la realidad: se marchitan a medida que los años se les van acumulando. Por tal razón los inicios de almuerzos con algunos giran siempre en torno a malejones, diabetes, incontinencias nocturnas que fuerzan a tomar posesión del retrete, algunas que otras hipertensiones o tratamientos prostáticos mientras ingieren comprimidos, grageas, pastillas, y no recuerdan si tomaron las recuperadoras de la memoria.  

  Cuando en Canarias se entona la malagueña  -composición normalmente triste, de intenso dolor por la muerte de la madre, la locura de una mujer que da el pecho a una muñeca de trapo o por un amor imposible-, lo normal es el silencio de quienes la escuchan. Resulta  una de las  estructuras musicales más difíciles de cantar en cuanto que se convierte en expresión de dolorosos sentimientos. Y hay una que siempre me impactó, algunas veces la usé en clase para iniciar uno de los más singulares temas de la historia literaria: el rápido paso del tiempo, cómo su fugacidad todo lo destruye y transforma la belleza –por ejemplo- en algo inmediatamente perecedero, sombra de sí misma que acaba en la muerte.

  Esta malagueña que se canta en Canarias (Aprendan, flores, de mí, / lo que va de ayer a hoy: / ayer, maravilla fui; /  hoy, sombra de mí yo soy), no es más que la adaptación popular de la primera estrofa de “La brevedad de las cosas humanas”, poema gongorino escrito en el siglo XVII: Aprended, flores en mí / lo que va de ayer a hoy, / que ayer maravilla fui, / y sombra mía aún no soy. (Una observación: la diferencia notoria entre los cuartos versos de ambas composiciones).

  Y el poema gongorino tampoco es, a la vez, nada original, en cuanto que la literaturización de los efectos destructores del tiempo viene de muy lejos. Por esta razón se han usado varios símbolos para referirse al tópico tan presente en la producción literaria, su rapidísimo paso y la acción destructiva que ejerce, dije, sobre la belleza femenina. Como modelo de aquella representación de una realidad, la literatura –fundamentalmente la poesía- ha usado la rosa como reflejo de que al devenir de las horas su impacto sensorial desaparece, pues le llega la muerte. Y de lo que ayer fue belleza suma, hoy sólo permanece el recuerdo. Así, la hipérbole en “Plagios en desagravio de la rosa”, bellísimo poema de Pedro Lezcano comentado por el doctor Salvador Caja en algún Curso de Estudios Canarios, Universidad lagunera: Tú en cambio, rosa pura, […] te inauguras y ardes / la víspera del día en que te apagas.

  Recuerdo la ardua tarea de llevar a los alumnos al terreno que me interesaba, este que vengo comentando, el de la fugacidad de la vida. Y era normal, por otra parte, que no hubiera fácil conexión inicial con ellos en cuanto que les estaba hablando a pollillos de quince a diecinueve o veinte años: los primeros, iniciadores en el apasionado y apasionante mundo de la sensualidad; los segundos, ya en plena efervescencia haciendo caminos, rutas, senderos… que los llevaban quizás a la realización absoluta de sus edades, aunque algunos de ellos eran más ingenuamente presuntuosos que ejercientes.

  Sin embargo, no entendían aquello de que la edad se acaba -¿cómo lo iban a pensar si estaban llegando al inicio?-. Por tanto, yo sonreía cuando todo lo cambiaban por lo contrario, es decir, por la invitación a vivir los placeres de la vida. Así, casi todos se convertían en defensores a ultranza del carpe diem horaciano, o lo que es lo mismo, ‘coge el día’, aprovecha el momento y vívelo intensamente. Pero no porque ‘mañana moriremos’ (la muerte, para ellos, era cosa de mayores), sino porque estaban empezando a despertar. Comportamiento este, por otra parte, más precoz en algunos que en otros, más ostentoso (¡la exquisita edad de la primera juventud!) aunque nunca lascivamente definidor, en absoluto.

  Y como dije al principio, sufro con mis amigos de mi edad: padezco simbólicamente molestias y monomanías, mas respeto las razones de por qué algunos se hicieron mayores antes de tiempo. A pesar de ellos, tengo claro que algún día (¡lagarto, lagarto!) me veré como ellos, aunque no tengo ninguna urgencia ni perentoria necesidad de igualarlos, a fin de cuentas soy muy respetuoso. Pero algo debe de estar apuntando en mí porque de un tiempo a esta parte hay un tratamiento por parte de vendedores en comercios,  por ejemplo, y una pregunta que hacen camareros, lo cual me está mosqueando. Así, cuando me hablan, me impacta aquello de “caballero, ¿qué desea?”. Y no por lo de “caballero” (a fin de cuentas, soy de Gáldar), sino por la mala leche inherente. Tampoco consiste en “¡Chaaacho, nenel, ¿se tofresse, tío?”, pero siempre hay un término medio, carajo. (Lo de “caballero” se lo dejo  para su padre, pienso: “Con un hijo tan carcomido como usted, aquel debe de ser centenario con reintegro, ¡oh, ya! ¿Caballero de qué, de la Triste Figura? ¡Guanajo!”. Y lo jeringo, porque no compro. ¡Toma ya, Supermán!)       

  Lo segundo se produce siempre en las cafeterías: “¿Azúcar o sacarina?”. Esto ya me derrumba, me desnaturaliza, y a veces (¿cosas de la edad?) contesto con cierta altanería: “¡Oh, no; me gusta el café-café, sin endulzantes!”. Luego me voy por las patas pabajo, claro, pero quedo como un hombre en su segunda juventud. Y añado sin  oralidades: “¡Tolete, enterado!, ¿no querías viento? ¡Pues echa la cometa! ¡Mané, sanaca!”. (Aunque al día siguiente no lo recuerdo.)

 

  También en:

 

http://www.canarias7.es/articulo.cfm?Id=314230

 

http://www.infonortedigital.com/portada/component/content/article/25583-de-como-mis-amigos-se-me-hacen-mayores