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domingo, 28 de abril de 2024 08:58h.

Ese amor que es infinito - por Francisco González Tejera

Pablo y Alberto vivían juntos en la centenaria casita al borde del abismo de los riscos del barranco de Chanica, aislados del mundo se amaban, trabajaban las tierras y cuidaban del pequeño ganado de cabras. Con su leche hacían el queso que vendían en las tiendas de aceite y vinagre de San José del Álamo, eran felices con tan poco desde que se conocieron en el baile de taifas de las fiestas de San Lorenzo.

Ese amor que es infinito - por Francisco González Tejera *

Pablo y Alberto vivían juntos en la centenaria casita al borde del abismo de los riscos del barranco de Chanica, aislados del mundo se amaban, trabajaban las tierras y cuidaban del pequeño ganado de cabras. Con su leche hacían el queso que vendían en las tiendas de aceite y vinagre de San José del Álamo, eran felices con tan poco desde que se conocieron en el baile de taifas de las fiestas de San Lorenzo.

Una tarde el cura Solanas los denunció “por maricones” en la sede de Falange de Teror, fueron a buscarlos aquella madrugada de agosto del 37. Fue brutal como los sacaron de la cama donde dormían desnudos y abrazados cada noche, los torturaron salvajemente en la soledad de aquel páramo perdido durante varias horas. Andrés Medina, mayordomo de la marquesa del pueblo de la piedra de cantería, les metió un hierro candente por el ano. De allí se los llevaron hacia la furnia volcánica de Los Giles. Lloraban atados en el camión, se miraban, se decían “Te amo” con los ojos, camino de la profunda cavidad de la finca de Las Máquinas, donde iban a ser arrojados vivos.

El jefe falangista de Burgos, García-Panasco, ordenó que los bajaran del camión en la oscuridad de la madrugada, olía a mar tan cerca del acantilado, los hombres uniformados los empujaron y golpearon, cayendo al suelo sobre varias pequeñas tuneras, las púas se les clavaban en la piel, pero no podían quitárselas porque los palos y latigazos eran constantes, como una especie de tormenta imparable que no los dejaba ni siquiera respirar con normalidad.

–Maricones de mierda, rojos hijos de puta anarquistas.

-Decía el teniente coronel Baena de la guardia civil enrojecido de rabia, mientras tomaba un trago de ron de caña.

La pareja no decía nada, callaban, sabían lo que les esperaba, tenían claro que el único alivio posible a tanto dolor sería la muerte, aprovechaban para mirarse cuando podían hasta una leve sonrisa de Alberto, un gesto de amor cuando ya estaban junto a la chimenea volcánica. Allí mismo les quitaron las ataduras no sabían bien porque, pero se las cortaron con un cuchillo de grandes dimensiones, enseguida comprendieron el siniestro “juego”. El cacique Betancor ordenó a dos de sus empleados y al “verdugo de Tenoya” que los azotaran con las varas de acebuche y la pinga de buey durante casi media hora.

No se conformaban con asesinarlos, con lanzarlos al vacío, sino que había que hacerlos sufrir antes de morir, su condición sexual y su militancia en la CNT no ponía límites al sadismo del grupo de fascistas borrachos, los golpes eran brutales, Pablo estaba prácticamente inconsciente cuando lo echaron por el agujero, Alberto era obligado a mirar cómo caía, agarrado por dos hombres.

–Mira cabrón como muere tu novio, ahora vas tú detrás.

-Gritó el capitán Soria de Telde, mientras daba la orden de arrojarlo de cabeza al inmenso abismo.

Cuando todos partieron después de la fiesta de la sangre, en el suelo había una pequeña medalla de plata con dos puños cerrados, medio enterrada por la tierra se apreciaban dos iniciales grabadas, las del amor infinito, el cariño verdadero, ese que no tiene identidad ni se rige por normas o convencionalismos sociales. A lo lejos se divisaba un barquito velero en el inmenso azul, las gaviotas volaban en silencio en un preludio de sombras, abajo los enamorados descansaban para siempre.

http://viajandoentrelatormenta.blogspot.com.es/2015/12/ese-amor-que-es-infinito_28.html