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sábado, 04 de mayo de 2024 13:06h.

Doce de octubre - por Juan Acedo

El Doce de Octubre (la fecha, no el hospital) representa un momento trascendental en la historia de la humanidad que los españoles no ponderamos como se merece.

Doce de octubre - por Juan Acedo

El Doce de Octubre (la fecha, no el hospital) representa un momento trascendental en la historia de la humanidad que los españoles no ponderamos como se merece. En 1492 Castilla (hablemos con propiedad) consiguió trasladar el eje que vertebraba el principal cauce de civilizaciones, comercio, cultura, invenciones, ideas y arte desde el Mediterráneo hacia el Atlántico, ensanchando, de alguna manera, el mundo. Europa se enriqueció del encuentro con el Nuevo continente y, a su vez, a América llegaron los progresos que habían logrado las civilizaciones del Viejo continente, desde la rueda y la escritura hasta la imprenta.
 
¿Hubo hechos violentos, esclavitud, represión, religión impuesta? Desde luego. También los hubo en la Península Ibérica cuando la conquista de los romanos acabó con tribus numantinas y, pese a ello, nos sentimos más deudores de la gran civilización romana, hija de tantas otras, que de los numantinos o de los cromañones.
 
Pertenezco a una Nación sin Estado, la que definía el artículo 1 de la Constitución de Cádiz: “La Nación Española es la reunión de todos los Españoles de ambos Hemisferios”. Ya no hay más que un Estado que agrupa a los españoles de un lado del Atlántico y una veintena de Estados para los del oeste del charco.
 
Sin embargo, compartimos tantas cosas que hacen que muchos de nosotros nos sintamos más cercanos (al menos sentimentalmente) a un mexicano y a un argentino que a un belga y a un búlgaro. Y por esa extensión sentimental y cultural pensamos que pertenecemos a un país que en el mundo es algo más que otro país europeo de población similar (pongamos que hablo de Polonia).
 
“¡Ah, si yo tuviera América Latina!”, se lamentaba Mitterrand, que debía contentarse con unas cumbres de la Francofonía que agrupaban a jefes de Estado de sus colonias que tenían al francés como lengua administrativa, no propia, y cuya cultura no había calado, desde luego, en sus pueblos.
 
Y nos cuesta celebrar los días gloriosos y las aportaciones a la civilización de quienes nos procedieron. Ni Numancia ni las tribus caribes, que estaban exterminando a las tribus taínas cuando los castellanos llegaron a La Española y a la Isla de Juana tenían una civilización más elevada que la de sus conquistadores. Juzgar a éstos con parámetros contemporáneos es un absurdo ejercicio de acronía, salvo para los empeñados en condenar a unos por violación del Derecho de Gentes, eso sin, sin considerar si el canibalismo atentaba contra el Derecho Natural.
 
La provincia más rica de siglo XIX español se llamaba Cuba, donde España construyó su primer ferrocarril, bastantes años antes que el Barcelona-Mataró. En recuerdo a esas colonias generosas a las que tanto debemos aún podemos ir a comprar en nuestras ciudades a los ultramarinos, aunque las franquicias y la globalización nos impongan las grandes superficies.
 
Hoy es un día, como el resto del año, para celebrar lo que somos: parte de una comunidad cultural que agrupa a más de cuatrocientos millones de personas que sentimos como propios a Cervantes y al tango, la gastronomía peruana o los triunfos cubanos en atletismo, los cuentos de Borges y las canciones de Serrat y de Mercedes Sosa, la civilización maya y el Califato de Córdoba. En nuestras ciudades oímos nuestro idioma con acentos tropicales y con el nuestro muchos compatriotas lo hablan en América. Déjenme decirles que prefiero celebrar nuestras semejanzas culturales que rebuscar en mi interior para glorificar lo que me pueda diferenciar.
 
Juan Acedo