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viernes, 26 de abril de 2024 04:03h.

José Amador, obrero desde los cinco años - por Nicolás Guerra Aguiar

 

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José Amador, obrero desde los cinco años - por Nicolás Guerra Aguiar *

utiacaCuando en una familia humilde hay ocho hermanos, ni la vida puede ser placentera ni da tiempo a ser niños: los hijos deben madurar con acelerada rapidez. Así, uno de ellos cobró sus primeras pesetas por el trabajo en un bar de Utiaca a pesar de la oposición materna. Cuando se las entregó a su madre notó disimulado regocijo en ella -a la vez, intensa pena-: a fin de cuentas él, José Amador Rodríguez, solo tenía nueve años… y ninguna tarde libre. Definitivamente había renunciado a su infancia.

ALPENDRE   Con un padre albañil y una madre que combina el trabajo de la casa y la ayuda en los cachillos de tierra, el niño comienza su diaria tarea no en la escuela, sino en el alpendre. Ese crío tiene cinco años, cinco, y ya pesan sobre sus espaldas obligaciones, responsabilidades. (Corta edad, estimado lector; muy corta para hacerse mayor así de repente. La infancia, pues, es una etapa de la vida que José tiene pendiente...)

   José Amador es hoy un hombre relajado, sereno. Es como si todos los embates de la existencia que ha vivido intensamente le hubieran inyectado dosis de sabiduría para dejarse ir al golpito, sin alteraciones o tensiones nerviosas. No obstante es puro volador, casi saltaperico: él solo atiende a los comensales de cinco mesas y a quienes encuentran hueco en la barra larga y “con grada curva”, gesticula con humor.

   ¿A cuántas personas? He llegado a contar hasta veinticinco. Y con todas tiene una frase, un comentario, un saludo de aprecio: sus clientes se encuentran a gusto con él. Entre ellos, asiduos chonis: sonríen por sus palabras inglesas o suecas aprendidas en nocturnidades de discotecas y pubs. (Corrían los finales sesenta, las décadas de los setenta y ochenta -emporio turístico en torno a Las Canteras- cuando José solidificó su profesión como camarero.)

las canteras 70

   Y la aprendió con rigor y seriedad: era la única salida laboral para un niño-joven-hombre de La Solana, barrio de San Mateo. Al trabajo en bares entregó la supervivencia. Y fue aprendiendo gracias a la férrea voluntad: a los 14 años ya no duerme en la casa paterna, pues trabaja en Santa Brígida; a los 16 da el salto a Las Palmas, donde consigue doblar el sueldo anterior pero sin seguro (¡jornadas de doce horas ininterrumpidas!). Su mundo, entonces, se limita: gira en torno al restaurante y una habitación en la azotea. Pero gana más: la mayor parte, para la familia; él se conforma con lo imprescindible: “Éramos muchos en casa, y la soldada de mi padre no era suficiente... Pero diez bocas son muchas bocas para darles de comer todos los días, y a ser posible tres veces al día”.

   En un momento José frena su concatenada hilera de palabras y recuerdos. Guarda silencio, como si estuviera evocando a un crío de nueve años –él- subido a una vieja caja de coñac para llegar al chorro del fregadero. Noto en su rostro, entonces, la serenidad con que antes lo definí: boca, ojos y mirada no guardan rencor alguno ni a la sociedad de su infancia ni a las circunstancias familiares. Pero el paso de los años, sospecho, no ha borrado las imágenes del anteayer. A fin de cuentas los impactos infantiles no desaparecen: quedan escondidos en el subconsciente y afloran en determinados momentos.

   Y este, en el cual me encuentro con él, es uno de ellos: hablamos en la terraza de una cafetería, zona peatonal sin aspavientos ni griteríos. (Por cierto, desconocida para él, matiza: sale de San Mateo en torno a las once de un día. Regresa sobre la una del siguiente.) Recupera, entonces, el hilo conductor: “Ya ve, me dice. Estamos detrás de la Biblioteca del Estado y no la conozco por dentro. Ni esta ni ninguna. Tuve que dejar el colegio a los catorce años, ¡tenía que buscarme la vida!”. 

   Y lo dice como si necesitara justificar el desconocimiento sobre la institución pública. Entonces veo la oportunidad de confirmarle la razón de este encuentro entre él y yo pues, a fin de cuentas, hace 20 años que nos conocemos. Así, le recuerdo el porqué: es la forma de mostrarle mi admiración. Él es un hombre hecho a sí mismo con firme decisión de progreso y ayuda a la familia: por tanto, sacrificio y pundonor le costaron madrugar a la vida adulta mucho antes del tiempo natural. Su cualificación profesional, ganada a pulso y colosal empeño, satisface plenamente las apetencias para la vida, a pocos años de otros caminos para el descanso… Y es feliz con su trabajo.

   José Amador se levantaba a las seis y media de los amaneceres para cumplir con sus responsabilidades caseras a pesar de la tempranísima edad de los cinco años: debía cortar hierba, dar de comer a cabras, becerrillas, las dos vaquillas… Y como el tiempo apremia, entraba al alpendre con la escudilla y el gofio: la leche llegaría tras el inmediato ordeño. De allí, corriendo hacia el colegio por caminos de tierra, barro y piedras. Así un día tras otro; una tarde tras otra; lectivos o fines de semana… En vacaciones lo mismo, pero sin colegio. Otras veces carga sacos de papas. Son recorridos sin fin del terreno a la cueva… y vuelta a empezar.

   Un día le llegó la gran oportunidad de su vida: cien mil pesetas mensuales en una discoteca. Allí tragó todo el humo que jamás había fumado. Pero “Pepe McDonald” cerró definitivamente sus puertas: un incendio destruyó el negocio. José no ceja: “Rómulo”, “La Belle Èpoque”, “B52”, discoteca en San Mateo… Y desde 1998, ya con 33 años de experiencia, atiende él solo una parte del restaurante “El Cid Casa Pablo”. 

el cid casa pabloel cid casa pablo

   Han pasado 90 minutos ante los cafés y el agua. Aquel niño de seis y nueve años guarda sus recuerdos junto a los del joven de 14, 16… Vuelve al momento actual. Mi estima y respeto por su coraje y bonhomía se justificaron al máximo.

* La casa de mi tía agradece la gentileza de Nicolás Guerra Aguiar

NICOLÁS GUERRA AGUIAR RESEÑA