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miércoles, 24 de abril de 2024 15:02h.

Muerte que todo lo puedes - por Nicolás Guerra Aguiar

   A pesar de todo el temor que hacia Ella manifestamos, la muerte física del cuerpo humano no es más que el estado natural tras la vida. Puede ser, incluso, hasta la ardiente necesidad de muchos para dejar el mundo que no les resultó (o no les hicieron) pleno, ni tan siquiera agradable.

Muerte que todo lo puedes - por Nicolás Guerra Aguiar *

   A pesar de todo el temor que hacia Ella manifestamos, la muerte física del cuerpo humano no es más que el estado natural tras la vida. Puede ser, incluso, hasta la ardiente necesidad de muchos para dejar el mundo que no les resultó (o no les hicieron) pleno, ni tan siquiera agradable.

   Por tanto, aquella barbarie de mis primeros años de razonamientos (cuando profesores de la obligatoria Religión Católica me identificaban al suicida -él, paisano cebollero, quizás esquizofrénico- con un pecador insalvable ante Dios y “acaso dominado por impactos demoníacos”) me resultó no solo inmoral sino, incluso, anticristiana, absolutamente injusta, miserable. Más: cuando los casi diarios entierros de niños en  Gáldar, yo preguntaba a mis once, doce años por qué Dios permitía sus muertes: “Solo Él lo sabe”, era la respuesta. Me engañaron: morían de hambre y miseria. Sus padres no tenían ni para una consulta médica, mucho menos para medicamentos.  (Después les echo en cara todo aquello que me mintieron, cómo estafaron mi sed de conocimientos y mi condición de inicial ser pensante, años que me hicieron perder para razonamientos y deducciones.)   

  Hablo de “muerte física” porque, es obvio, respeto a quienes la ven como el paso necesario –muerte como ilusión, acaso esperanza, incluso hasta deseo- hacia el más allá en que se encontrarán con su Dios (Unamuno lo llama “Idea”), esperanza primera para su vida. Pero, quizás, como aquel Dios que el pensador - Unamuno niega aunque el Unamuno - hombre necesita y reclama para perpetuarse más allá de la muerte física: “La oración del ateo” da título a un soneto unamuniano cuyo primer verso es “Oye mi ruego Tú, Dios que no existes”.

   O lo que es lo mismo, el hombre - persona reza a Dios (“La oración”) y lo invoca (“Oye mi ruego Tú”). Pero inmediatamente en el título (“Oración del ateo”) y en la segunda parte del mismo verso (“Dios que no existes”), el hombre - razón reconoce ya no solo la inexistencia de aquel Dios al que su condición humana llama desesperadamente sino que, además, se declara ateo, “a – zeos”, ‘sin Dios’. La razón (la facultad de discurrir), pues, se impone sobre la fe, la creencia porque sí, como los católicos creen en la Santísima Trinidad. (Con mi máximo respeto.)

   Sin embargo, la muerte es solo muerte,  y a nada conduce más que a la desaparición de la vida, a lo que algunos filósofos llamaron “el pálpito vital”. Porque morir, en su exacta realización, no es más que dejar de estar vivos, pasar a la eterna condición de muertos que -salvo minorías privilegiadas porque fueron creadoras de obras o hechos perpetuos- dejan incluso de ser nombres, recuerdos o sensaciones cuando familiares y amigos también mueran. (¿Recuerda usted, lector, los apellidos completos de sus cuatro abuelos? De los bisabuelos, seguramente no.)

   La muerte, por tanto, nada tiene de terrible en su propia acción sobre los humanos: es connatural. Puede consolarnos que nos iguala con dictadores, reyes, papas, milmillonarios propietarios de minas diamantinas, pozos de petróleo, multinacionales… Y aunque ese torpe consuelo a veces nos produce gozo, no deja a un lado nuestra condición de mortales sabedores de que vamos detrás, el tiempo es infinito.

   Sin embargo, nuestra facultad de discurrir (o acaso soberbias y vanidades) no nos permiten aceptar la acción de la muerte como algo natural en cuanto que exigimos saber para qué nos nace la Naturaleza, para qué vivimos, aunque la única respuesta válida sea una, ofensiva a nuestra inteligencia: para morir. Por tanto, como seres pensantes, como entes con capacidad de ordenamiento razonado a través de palabras sabias, nos planteamos (sobre todo cuando buscamos consuelo ante las muertes de personas a quienes apreciamos o queremos) cuál es nuestra razón de ser en la vida si algo físico o fisiológico nos convertirá en lo que el poeta llamó tierra, humo, polvo, sombra, nada.

   Hubo un tiempo (cultura occidental) en que la muerte tuvo una irracional explicación. Incluso, hasta era lo deseado (“Y tan alta vida espero / que muero porque no muero”): su acción llevaría al creyente ante su Dios. Por tanto, se vivía no para vivir, sino para morir en lo físico y adquirir la condición de inmortalidad eterna. Mientras, y según los pecados (veniales, mortales, capitales), una situación de espera en el  purgatorio -casi infinita también-, antesala para acceder a Dios, o en el limbo (Antiguo Testamento) mientras esperaban nacimiento, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret. Y sirvió, sin duda, para incluso morir en su nombre, así lo entendí en etapas de infancia y primeras juventudes (coincidieron con las “juventudes católicas de España, / galardón del ibérico solar”). Pero gracias a la razón (que no la razón de la sinrazón) fueron simples trechos de caminos a veces oscurecidos por incomprensiones y torpes reprimendas.

   Y como los años pasan (más ágiles en algunos amigos, escrito quede), fue uno aprendiendo de qué se trata la muerte.  Primero llegó ante la de tres abuelos: iniciales estertores de impotencia y desequilibrio por no entender la razón, o quizás por aquello de pretender saber lo que no es. Después con parientes muy próximos, algún amigo… Ya en la madurez, todo se vuelve absolutamente monótono, cotidiano; quizás por eso hasta en apariencia nos volvemos insensibles. Y al final, cuando ya es uno quien ocupa el primer puesto de esta normalísima caminata hacia la muerte, se ratifica que Ella no es más que un hecho natural, visible en su actuación pero todavía no entendible en sus razones de ser.

   ¿Resignación? En absoluto: riguroso funcionamiento de la vida. Pero muerte, por supuesto, jamás como reposo. De ahí que rechazo el socorrido “Descanse en paz”. Muy al contrario, Ella es el forzado final de la actividad intelectual y de goces, entre ellos con familiares y entrañables amigos. No, no es descanso, en absoluto: ¡es una puñeta, una cabronada! (Además, me impedirá seguir saboreando la turbia o rubia birra, toda espumosa de placeres, ¡karajo!)

* Publicado con autorización del autor