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martes, 16 de abril de 2024 10:08h.

Perfidias políticas en los Parlamentos - por Nicolás Guerra Aguiar

Hubo un hombre en EE UU, el señor Patraeus, todopoderosísimo, que presentó su dimisión como jefe de la Central de Inteligencia (espionaje)  porque se descubrió que tenía una amante.  A este militar de profesión y sentimientos, héroe para la gran mayoría de los norteamericanos por sus actividades profesionales en Irak y Afganistán y violador de los más elementales derechos humanos para instituciones humanitarias como Amnistía Internacional, la puritana sociedad de su país no le perdona tal amancebamiento.

Perfidias políticas en los Parlamentos - por Nicolás Guerra Aguiar

Hubo un hombre en EE UU, el señor Patraeus, todopoderosísimo, que presentó su dimisión como jefe de la Central de Inteligencia (espionaje)  porque se descubrió que tenía una amante.  A este militar de profesión y sentimientos, héroe para la gran mayoría de los norteamericanos por sus actividades profesionales en Irak y Afganistán y violador de los más elementales derechos humanos para instituciones humanitarias como Amnistía Internacional, la puritana sociedad de su país no le perdona tal amancebamiento.

Por tanto, el general del Ejército de los Estados Unidos que ejerció como comandante de las Fuerzas Multinacionales (Inglaterra, España, USA) en una ilegal invasión ajena al mandato del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, no dimite ante el pueblo por una actuación contraria al derecho internacional tal como el señor Annan, en aquel momento Secretario General de Naciones Unidas, definió la ocupación de Irak y que, directamente, tanta influencia tuvo en la España de aquel año electoral. No, se marcha por un pecado carnal.

Hace poco recibí un vídeo en el que se muestra una sesión plenaria en el Parlamento de Cataluña. Habla el señor Rivera, líder de Ciutadans, Partido de la Ciudadanía. En castellano, explica a las señorías por qué sus nueve diputados votarán en contra de una propuesta parlamentaria que contraviene la legalidad (se trata de la declaración de soberanía). No me resisto a transcribir uno de sus mensajes: «Esto no es empezar la legislatura, esto es un teatro. Así que cuando quieran empezar la legislatura ya nos avisarán».

A lo largo y ancho de su intervención (recibió dos avisos de la señora presidenta para que acabase), el señor Rivera, Albert, un político con rigor, seriedad y las ideas muy claras mira con insistencia  al honorable señor Mas, que como presidente del Gobierno catalán está sentado a muy pocos metros de la tribuna de oradores. Y con exquisita agilidad lingüística y mental en un discurso muy ordenado, compacto, inteligente, argumentado (obviamente, se puede o no estar de acuerdo con él), no solo explica las razones de su voto en contra sino que corroe desde la legalidad a aquel pleno que pretende aprobar la declaración de soberanía. Sin embargo –habilidad profesional del realizador de televisión- cada vez que la cámara enfoca al señor Mas, este se encuentra en apariencia absorto no en la palabra de un representante democráticamente elegido, sino en unos papeles cuya lectura parece no tener fin, y hace anotaciones al margen como si quisiera emular a quienes glosaron en los siglos VIII- IX con voces castellanas documentos notariales escritos en latín.

Su cara reflejaba enfado, irritación, tremendo cabreo porque el señor Rivera no solo denunciaba como ilegal la después aprobada declaración de soberanía sino que razonaba y refutaba con principios legales e invitaba a que el Parlamento discutiera de una vez los auténticos problemas de Cataluña, los reales, los de la inmensa deuda, los de impactos sociales, aquellos que se refieren a la tremenda disminución en la calidad de vida de los catalanes de a pie, de la clase media. Con absoluto desprecio a quien habla en nombre de trescientos mil votantes, el señor Mas, nada honorable en aquella sesión, no mira directamente a quien le habla en el Parlamento (parlamentar significa ‘usar la palabra para llegar a una cuerdo o solución’), lo ignora, y quiere dejar constancia de que por imperativo legal ha de soportar aquella intromisión en sus legítimas ambiciones políticas, pero olvida que en aquel espacio físico se da cabida a la voluntad del pueblo. Y lo peor: vilipendia a trescientos mil catalanes representados en el sagrado recinto de la palabra.

Su actitud, pues, fue de soberbia, desdén, prepotencia, absolutamente rechazable y denunciable en cuanto que su obligación como miembro de aquel Parlamento –no solo es la máxima autoridad política de Cataluña, es que además cobra dietas por las sesiones plenarias- es prestar la máxima atención a quien usa la palabra por derecho constitucional. Tal actitud vulgar se vio corroborada por los gestos de aparente desprecio, sarcasmo, burla –en un intento de desestabilizar al orador-  de otros miembros del Gobierno, posicionamientos más próximos a lo que no define al sistema democrático, el máximo respeto a las ideas ajenas.

En el Parlamento canario también son visibles determinados comportamientos groseramente impropios de quienes alardean como representantes del pueblo. El señor Fernández, aquel que presumía de plena identificación con el móvil y, por tanto, no necesitaba certificado de residente para embarcar, se distraía con su otra maquinita, el iPad, mientras un gran orador –quizás el mejor- hacía uso de la palabra y de las ideas, ¡tan necesitados que de estas estamos en Canarias! ¡Qué falta de respeto, qué desconsideración, qué absoluta indiferencia, qué aparente desprecio, qué elemental ausencia de la elemental educación en aquel personaje que con otros representa la profesionalización del político, fosilizado actor que debe ser expulsado para renovar la identidad parlamentaria!

Y en el señor Rivero parece que hubo un amago, un conato, una intención de aislarse cuando habló la señora Navarro, del PP, quien también lo hacía como representante del pueblo. No les pareció a mis informantes, de todas formas, un intencionado desaire o desdén el del señor Rivero cuando hizo un giro y charló con otra señoría. Si la señora parlamentaria consideró que la despreciaba o la desatendía por su intervención, está en su derecho. Pero el señor presidente no me parece un hombre grosero o malcriado, al menos en las intervenciones que le he visto. No obstante, el móvil sí debe tenerlo apagado cuando los parlamentarios hablan, aunque no parlamenten.

Qué cosas. Por una amante, no por violar las leyes internacionales, el todopoderosísimo jefe de la Agencia tiene que presentar su dimisión. Por ausencia del elemental respeto a la palabra de los representantes del pueblo con pantallitas de iPad, móviles, periódicos, lecturas variadas, conversaciones con el vecino… aquí no pasa nada. Total…

 

También en:

http://www.canarias7.es/articulo.cfm?Id=297544

http://www.teldeactualidad.com/articulo/opinion/2013/04/11/8504.html