Siempre carnaval, relato erótico - por Rosario Valcárcel
Desde pequeña me gustaron los desfiles, los aires marciales, las trompetas y los tambores. ..
Siempre carnaval, relato erótico - por Rosario Valcárcel
Desde pequeña me gustaron los desfiles, los aires marciales, las trompetas y los tambores. Me introducían en el misterio de la Semana Santa, cuando la banda de música rompía el silencio con una explosiva vitalidad. Ahora contemplaba el cortejo de comparsas semidesnudas, sacudían sus cuerpos, se despojaban de las preocupaciones. Sombreros con plumas de colores llegaban volando desde el océano, derramaban gritos y risas. Todas iban vestidas iguales, y seguían el mismo ritmo. Las sentía acercarse, surgían entre el bullicio de las murgas y las canciones de charanga. Se metían conmigo. De repente, en medio del fragor, oí la voz de Raúl. Recorrí con mi mirada los alrededores, casi no lo reconocí bajo la apariencia de príncipe medieval, me gritaba impaciente de una esquina a otra.
-¿Qué haces sin disfraz?
Ese año el motivo del carnaval era la ciudad construida sobre las aguas. Sí, era un carnaval veneciano. Mi nombre resonó entre la música del océano, entre las palpitaciones de sus aguas verdes, entre barcas ancladas, cúpulas y campanarios surgiendo entre los canales. Miles de mascaritas y de disfraces se habían echado a la calle, buscaban los placeres y la provocación.
Todos querían renunciar al mundo, atraer las miradas. Volví a casa y busqué rápidamente un disfraz.
-¡Estás tan sexy y atractiva!
Eso dijo Raúl cuando me vio, se quedó fascinado con mi atuendo. La transformación lo sedujo. La luz de las farolas ceñía las formas de mi cuerpo, lo incitaban al amor. Mi melena suelta, desordenada, agregaba un aire ingenuo, como si me acabase de despertar. Sin pensárselo se acercó y me beso la mejilla, los dedos y hasta la frente. Me besó como quien besa una estampita de la Virgen. Y sin embargo me miraba con ojos golositos. Mis piernas se quedaron paralizadas mientras él decía:
―Me gustas mucho, estás muy buena.
Siempre carnaval, murmuraban otras por lo bajo y añadían:
―Nunca me he disfrazado. El rollo veneciano de la máscara no me gusta. Lo encuentro tenebroso, funesto. Se amparan en el antifaz para matar a la gente, se comete adulterio. Eso de disfrazarte hoy de Cleopatra y mañana de payaso tampoco tiene gracia. La reina llevaba un vestido titulado “El sueño de un volcán.”
Me gustaba verme a mí misma, con máscaras o a cara descubierta vivíamos una tarde loca. No nos importaban los chismorreos, éramos desenfreno.
Solitarias figuras enmascaradas hacían su paseíllo por la ciudad con sutilezas atrevidas. Se mezclaba la poesía con el drama. Nos reíamos mucho y aplaudíamos muy fuerte a las carrozas. Lo cotidiano no existía. Solo un universo de ilusión. Nos juntamos con los héroes de ficción y con las murgas que desfilaban. Corríamos y bailábamos.
Me quedé ronca de tanto cantar. Sonaban pitos murgueros y letras de sus canciones ridiculizando al más pintado. Bañados por una ola de multitudes decidimos recorrer las calles, adentrarnos en los laberintos de Vegueta, refinada y exquisita. Respiraba la parsimonia del tiempo detenido. La noche se había tatuado en misterios. El cielo carmesí reflejaba el ambiente festivo. Estaba emocionada. Unos niños se acercaron y nos envolvieron con serpentinas. Nos abrazamos, sabía que la llave del amor no tenía por qué esconderse en la oscuridad.
Me quite la máscara, me sentía más guapa que nunca, sacudía mi cabello como símbolo de mi poderío. La aventura me apasionaba, por eso me deje conducir por Raúl.
Olvide los rosarios y el miedo al infierno. Cruzamos los rincones con sabor a viejo, convertidas en atrevidas escenografías. Nada estaba muerto. Mansa y confiada deje traspasar mis impulsos. Rompí las redes del pudor y disfruté como una niña cuando compartimos los oscuros secretos de mi cuerpo, cuando me dejé acariciar bajo los pliegues de aquel complicado disfraz.
―Cada día estas más bella, más deseable.
Me ovillaba en su gesto seductor, en su olor. Me gustaba su olor. Me acercaba a su cuello, aspiraba y lo lamía con suavidad. Acariciaba mi boca, me apretaba contra su cuerpo; quería absorberlo. Se agarró como un pulpo, sus manos en mis pechos, en mis muslos delicados, en mi cintura, en mi cuello. Estaba sofocada.
El mundo hervía de deseos. Estaba alborotada, escuchaba el amor a mí alrededor. Lo olía, lo percibía. Fingía que no miraba. El sexo lo controlaba todo. Me reía como una recién nacida, sin control. Feliz, no quería luchar contra las normas. No estaba haciendo nada malo.
Había perdido la noción del tiempo, sin darme cuenta me identifique con la divinidad a la que pertenecía mi máscara. Sabía que era solo un disfraz, pero la noche es una aliada y ella fue cómplice de mi deseo, de mi transformación. Raúl estaba seguro de saber seducirme, de hacerme dichosa.
Encandilada, lo miraba, pero entre más lo miraba más me intrigaba las sensaciones que me provocaba. Descifre sus palabras y casi sin darme cuenta me encontré en sus brazos, que me desnudaban entre las sombras. Me pasaba la punta de la lengua por mis senos, me llenaba la boca de saliva, descendía sus dedos, tapizaba las sedas de mi piel hasta llegar a esa caverna que me une a las profundidades. Entonces me libó con aquellos labios suyos tan masculinos. Hizo vibrar mi pistilo. Maniobró afanosamente en mi corola, en mi cálida caverna. Desbocada, sentí un fuerte deseo de ascensión cuando nuestros cuerpos se fundieron.
―Me gustas, cariño –me susurraba.
Experimenté una gran conmoción. Descubrí la calidez de su aliento, el amar y ser amada. La música de fondo me empujaba de la orilla al horizonte y mi corazón latía tan aprisa que vibró hasta mi zona algodonada del bajo vientre. ¡Cómo recuerdo el instante! Temblorosa cuando intentaba sorberme, como si deseara devorarme a pedacitos. Poseía un perfecto dominio de las caricias que se deslizaban sobre mi cuerpo. Busque su mirada, me enajenaba. Igual que un niño me daba besos, pero con la destreza de un hombre, de un hombre que poseía un badajo que logró despertar nuevas emociones, que me volvía loca. Era la primera vez que me amaban de verdad. Entonces comprendí que había llegado a mi mayoría de edad.
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