Tere Guerra García, hechas ya las sendas... - por Nicolás Guerra Aguiar
Tere Guerra García, hechas ya las sendas... - por Nicolás Guerra Aguiar *
Las primeras serían las claridades de quienes, desde convicciones religiosas, vuelcan su fe en el reencuentro con el más allá cuando ya el cuerpo deja de sentir los imprescindibles movimientos de diástoles y sístoles para mantener riegos sanguíneos y actividades vitales. Las segundas, las palabras, porque allí las dejó grabadas Sebastián Monzón para la infinita recreanza de su amigo Antonio Padrón: se trata del imperecedero soneto “Aquel recio ciprés” a él dedicado y cuyo cuerpo dejó de ser en plena madurada juventud allá por 1968.
Si el ciprés del monasterio de Santo Domingo de Silos es “Enhiesto surtidor de sombra y sueño” para Gerardo Diego y, además, se vuelve “lanza, mástil, flecha, saeta” siempre en continuada ascensión hacia los cielos -segunda visión cristiana más allá de la muerte-, para otros su escalada no es más que la racional certeza de una vida... cuya vida es de imposible recreación. Se trata, en fin, del navío cantado por Saulo Torón: “La barca me recuerda, / con su total derrota, / cierto velero que partió una tarde / y un mar de olvido destrozó en su costa”.
La muerte es un fenómeno rigurosamente natural. Es más: imprescindible. Si quienes ahora estamos vivos permaneciéramos en tal estado durante doscientos años más, ¿cabríamos nosotros y los descendientes de nuestros tataranietos en la geografía insular? ¡No, rotundamente no! Es forzado cumplimiento del destino, pues, del equilibrio ecológico: el novísimo embrión debe sustituir a quienes al paso de quinquenios y decenios vamos dejando de ser lo que fuimos (al golpìto, ¡eso sí!) para identificarnos con el verso final de otro soneto, esta vez moralesiano: “Una mano, en la noche, me arrebató el timón...”.
La muerte -insisto- es lo corriente, es natural. Pero cuando Ella invita a su baile forzado a alguien muy próximo (enero resultó mes necrológico), entonces nos paramos para prestarle atención: impresiona y sobrecoge. Y al día siguiente Ella vuelve a ser un fenómeno tan normal como la libertad en las relucientes amanecidas juveniles. Llega a estar tan próxima que, como la vio Pedro Lezcano, la tuteamos. Y así -“Cogidos de la mano” (“Crónica de mi muerte”, año 2000)- caminamos con Ella.
No obstante, si algo nos identifica en todas las culturas es la confluencia de las mismas preguntas aun cuando sabemos, desde siempre, que no tienen respuestas tales eternas interrogaciones ¿para qué la vida?, ¿qué función tiene mi presencia en ella? Y después de las últimas bocanadas, ¿qué será de nosotros?
O, en definitiva, ¿qué significado racional tiene que caminemos aquí para dejar de hacerlo un día y al paso de tiempos muy cortos dejemos de ser -incluso- un borroso recuerdo? Ninguno. Quizás por tal razón -quizás- el ser humano se entrega a las religiones -fe, esperanza, ilusión- con la expectativa prometida de la “resurrección de la carne y la vida perdurable”. Para otros -deductivos, lógicos y razonables- se nos llega a la nada, es decir, a la ausencia del todo.
Vivir entonces, ¿para qué? ¿Para sentir cascos, garras y pasos de Ella en cuerpos de amigos; ver sus iniciales embestidas sobre mentes y palabras y notar cómo se agarra en tensión extrema para no soltar su presa, insensible a veces ante subrepticias embestidas?... Pues sí. Pero a pesar de todo, a pesar de inevitables consecuencias vivimos para hacer vida que nos ayude en la vida, para elevar palabras y cantos: sentimos electrizantes e ilusionantes sensaciones de empujes porque sabemos que incluso hasta nuestros silencios pueden ser engarces con los demás.
Por tal sencilla razón las voces de Tere Guerra no murieron con su muerte: permanecen en mi memoria. Sine die.
* La casa de mi tías agradece la gentileza de Nicolás Guerra Aguiar