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sábado, 27 de abril de 2024 14:00h.

Un desahucio, un bombero, un Sistema - por Nicolás Guerra Aguiar

El señor Rivas es un bombero de A Coruña que se negó a participar en el desahucio de una señora bastante mayor (sobrepasa los ochenta años) a la que pretendían echar, mediante acción legal, de la vivienda que habita. Acusado de alteración del orden público, fue condenado en primera a una multa de seiscientos euros. Tras el recurso, otro juzgado de la ciudad ratifica la sentencia anterior  y le suma el pago de las costas.

Un desahucio, un bombero, un Sistema - por Nicolás Guerra Aguiar *

   El señor Rivas es un bombero de A Coruña que se negó a participar en el desahucio de una señora bastante mayor (sobrepasa los ochenta años) a la que pretendían echar, mediante acción legal, de la vivienda que habita. Acusado de alteración del orden público, fue condenado en primera a una multa de seiscientos euros. Tras el recurso, otro juzgado de la ciudad ratifica la sentencia anterior  y le suma el pago de las costas. Y aunque no he podido acceder a imágenes del desahucio (si las hubo) ni al atestado que firma un policía (tampoco a las declaraciones del comisario jefe de la Brigada de Seguridad Ciudadana), parto de que el informe policial lo acusa de incitación a la violencia. Me baso –aunque puedo errar, claro- en declaraciones del propio señor Rivas: "Soy culpable de no participar en un desalojo, pero soy totalmente inocente de incitar a nadie a nada, mucho menos a la violencia”.

   Por tanto, podría dar por válido el atestado policial como así lo consideraron tanto el señor juez que dictó sentencia condenatoria como el posterior, aquel que la ratificó e, incluso, amplió. O, al contrario, podría recurrir a aquello de “Si no lo veo con mis propios ojos”, pleonasmo que traduce mayor énfasis aunque es innecesario. No obstante, la confianza en la Justicia (aunque a veces perpleje como en el caso de la señora Borbón Grecia) me lleva a aceptar que sus señorías se basaron en el informe policial, al que supongo no solo redactado con exquisita y escrupulosa precisión sino que, además, llegaría confirmado por testigos. Y si no hubo quienes ratificaran las palabras escritas, debo suponer y supongo que el informe se entregó acompañado de imágenes visuales y grabaciones de voz, las cuales recogerían las exactas palabras proferidas por el condenado en caso de que su hipotético delito fuera expresado oralmente. Porque eso es la presunción de inocencia: el procesado no tiene que demostrarla. Cabe en nuestro ordenamiento jurídico, incluso, aquello del “In dubio, pro reo”, ‘Ante la duda, a favor del reo’.

   Sin embargo, tal como leo con posterioridad, se instó al señor Rivas para que cortara la cadena que impedía el paso al edificio. Él se negó (se lo hizo saber a la policía) y, a la vez, levantó un cartel con cuyo contenido (“Stop Desahucios”) se identificó. Luego, vuelve al camión. ¿Qué había producido tal comportamiento? Pues algo básico, elemental, de absoluto respeto: el señor Rivas estaba ejerciendo en aquel momento su derecho a la objeción de conciencia que tantas veces se ha esgrimido para justificar posicionamientos contrarios, incluso, a leyes aprobadas por el Parlamento español. Por ejemplo, el derecho al aborto. A muchos médicos de la Seguridad Social –funcionarios como el bombero coruñés (¿o será “a coruñés”?) se les ha respetado su hipotético planteamiento católico cuando se han negado a practicar el aborto en cualquiera de los supuestos legalmente admitidos. ¿A cuántos se denunció? ¿Cuántos fueron condenados?

   La realidad de los desahucios (decenas de miles) es hiriente. Bien es cierto que muchos son el resultado de ostentaciones, alardes o apariencias sociales por parte de quienes no fueron rigurosamente conscientes de sus limitaciones económicas. Pero decenas de miles de ellos obedecen  a aquella inmediata época en que los Gobiernos del PSOE y del PP dejaron de lado sus responsabilidades para que los españoles se creyeran aquello de que todos éramos ricos. Y como los bancos prestaban a precios baratos y con perspectivas cronológicas a veinte, treinta años, la burbuja inmobiliaria hipnotizó de tal manera que embriagó absolutamente. ¿Son últimos responsables quienes compraron con créditos que, ahora, no pueden pagar? Sin duda. Pero, ¿quién –era su obligación- ejerció férreos controles sobre tales préstamos? Nadie. Muy al contrario, se instaba con el silencio a que los españoles quedaran deslumbrados por aquel espejismo de cuya ficción se están pagando ahora las terribles consecuencias.

   Y por eso la banca desahucia y reclama legalmente, con leyes hechas desde arriba, lo que es suyo legalmente. Y hoy tiene en su haber cientos de miles de viviendas vacías cuyos precios se discuten, incluso, tras las ofertas de los hipotéticos compradores. Pero ocurre, a la vez, un hecho absurdo, angustioso, demoledor y, a la par, absolutamente inmoral en un país cuyo Gobierno se empalaga con la voz “democracia”: muchos de los bancos practicantes de los desahucios y propietarios de viviendas vacías fueron comprados con dinero de los mismos ciudadanos a quienes se les echa por falta de pago.

   ¿Es, acaso, la quijotesca razón de la sinrazón que a mi razón se hace? En absoluto, tolete, sanaca, guanajo: es el Sistema, la gloria del capitalismo radical y deshumanizado, aquel que se afianzó en España porque el pueblo eligió a sus representantes. 

* Nota de Chema Tante. Son muchas las personas que honran La casa de mi tía permitiéndome publicar sus textos. Y algunos de ellos me satisfacen especialmente. Este artículo de Nicolás Guerra Aguiar es uno de estos casos. Me uno con emoción a todo lo escrito aquí