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jueves, 02 de mayo de 2024 00:45h.

La pasión por el aula - por Nicolás Guerra Aguiar

David Kepesh es un joven norteamericano, judío, con ascendencia húngara. A los dieciocho años se matricula en la universidad e inicia estudios lingüísticos y de literatura europea.  Mientras, lee intensamente a los grandes escritores, «los arquitectos de mi mente», los llama. Y a lo largo de la novela de la que es protagonista (narración en primera persona) comenta sobre ellos (Flaubert, Genet, Mann, Tolstói, Chéjov, Joyce…). E incluso, a la manera cervantina, rompe el hilo del discurso y entra en comentarios ajenos a la trama argumental, digresiones que le permiten hablar de Kafka a lo largo de varias páginas, de su aparente bloqueo erótico, su trato con una señora puta de Praga a la que David entrevistó y, quizás, relacionada con el relato El artista del hambre. Discurre sobre los espacios físicos de una zona que pudieron ser la topografía de El castillo, el uso de un adjetivo –kafkiano- cuando un profesor checo se refiere a la presencia de los rusos en el país (La primavera de Praga)...

 La pasión por el aula - por Nicolás Guerra Aguiar

David Kepesh es un joven norteamericano, judío, con ascendencia húngara. A los dieciocho años se matricula en la universidad e inicia estudios lingüísticos y de literatura europea.  Mientras, lee intensamente a los grandes escritores, «los arquitectos de mi mente», los llama. Y a lo largo de la novela de la que es protagonista (narración en primera persona) comenta sobre ellos (Flaubert, Genet, Mann, Tolstói, Chéjov, Joyce…). E incluso, a la manera cervantina, rompe el hilo del discurso y entra en comentarios ajenos a la trama argumental, digresiones que le permiten hablar de Kafka a lo largo de varias páginas, de su aparente bloqueo erótico, su trato con una señora puta de Praga a la que David entrevistó y, quizás, relacionada con el relato El artista del hambre. Discurre sobre los espacios físicos de una zona que pudieron ser la topografía de El castillo, el uso de un adjetivo –kafkiano- cuando un profesor checo se refiere a la presencia de los rusos en el país (La primavera de Praga)...

Ya en el aula universitaria como profesor, David Kepesh intenta inculcar en sus alumnos el amor por la literatura, pero no a la manera tradicional (fechas, vida, obras y milagros del autor), en absoluto: todo se basa en la continuada lectura, en la comprensión del texto (el bisturí diseccionador que es la lengua), en sus contenidos e, incluso, en los porqués de estos. Pues, ¿qué son los autores sino personas con más experiencia que los alumnos –a fin de cuentas bachilleres hasta dieciocho años o universitarios veinteañeros, obviamente más interesados en las cuestiones pasionales propias de su edad-, autores, digo, con muchísima más sabiduría en las cosas de la vida en cuanto que todos murieron ya mayores? Por eso, que hablen de soledades, enfermedades, pasiones, esperanzas, desengaños, no es más que el reflejo de su propia existencia ya vivida con intensidades o lentitudes, da igual. De ahí que muchas veces miran más para la noche que para la luz de los amaneceres, tan próxima la primera, tan lejana la segunda al paso de los tiempos. Y es en esa especial sensibilidad que muestran ante los temas apuntados donde se encuentra la extraordinaria calidad de una obra, no tanto por lo que dice, sino por cómo lo dice, por su belleza descriptiva o su visión negativa, por la mirada general a la gente o por la introspección, el vistazo hacia el interior como hace Pérez Galdós cuando un personaje de La desheredada le transmite al lector en primera persona lo que está pasando por su desordenada mente, la de un pobre infeliz que se cree presidente del Senado hasta que las inexistentes gotas de mercurio la bloquean.

Sí, esa es la literatura (en este caso, narrativa).  Y por eso el alumno debe enfrentarse con su propio yo al texto, no puede entender la obra como algo absolutamente ajena a él, ni tan siquiera exclusivamente como un elemento estético, pura belleza formal. No, el alumno puede ocupar el lugar del personaje –en este caso, del propio protagonista de la obra, David Kepesh, profesor de literatura europea, quien a la vez se identifica con un texto de Chéjov mientras les lee a sus alumnos ciertos pasajes (algunas frases, dice, «se me antojan alusivas a mis propias dificultades»). Por eso debemos conseguir su participación, no puede ser mero lector, sentirá la necesidad de explicar qué entiende en ciertos fragmentos, hablará sin que se le pregunte porque ansía mostrar identificaciones o rechazos, es el caso de un párrafo en el cual el personaje se lamenta de no haber huido con la amada, tal acción le reclamaban sus impulsos. 

Y me identifican también otras afirmaciones de David Kepesh, como cuando utiliza el primer día de clase –más bien presentación del profesor- no para pasar lista, dictar las lecturas obligatorias o hablar de generalidades. Lo que pretende desde el primer minuto es que el discente sepa cómo va a funcionar aquella clase de tres horas semanales a lo largo de los meses. Y aunque empieza a los veintitantos como profesor, en vez de tutearlos será uno de los pocos docentes que trata de usted a los alumnos. No se pretende marcar insalvables distancias entre alumno y profesor, en absoluto, aunque bien es cierto que el segundo jamás podrá ser amigo del primero por dos razones elementales: una, porque no pertenece a su generación; otra, porque es la autoridad. Lo que se consigue –conseguí- fue la autoestima de muchos discípulos, a quienes se les trataba de usted por primera vez en su vida (»me gusta el usted porque significa que usted me respeta, profe»). De otros, su amistad, que permanece: Cristian, Carlos, Josefín, Eduar, Franchesco, Mechu, Cira, Michelángelo, Manué, Bayardo, Alicia…

Pero hay más, mucho más en esta novela cuya lectura placentera acabo de finalizar. Porque descubro que ya no es solo un personaje novelesco magníficamente creado por Philip Roth en 1977. Es que, quizás por su faceta como profesor, David Kepesh es el álter ego, el otro yo, el mismísimo novelista que lo crea en cuanto que Philip Roth fue profesor. Y su experiencia directa en el aula está presente a lo largo de toda la novela. Así, experimenta una especial sensación de felicidad cuando está con sus papeles, apuntes y guiones preparando las clases del día siguiente o, como su creación literaria, los cursos sobre Chéjov, Kafka. Y por eso me iguala, porque a lo largo de mis decenios en el aula sentí sensaciones embriagadoras cuando en las tardes descubría algo nuevo, una novedosa información sobre un autor, o me recreaba Dámaso Alonso con sus exquisitos estudios en torno a las églogas de Garcilaso que yo intentaba amoldar a mi aula, a mis alumnos, con absoluta fidelidad al placer de la enseñanza.  Sí, en efecto: no hay en la vida nada que pueda compararse a un aula, así lo sigo sintiendo.


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http://www.canarias7.es/articulo.cfm?Id=286805