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viernes, 26 de abril de 2024 23:10h.

La cultura de la tapa - por Nicolás Guerra Aguiar

Si usted, estimado lector, es aficionado a resolver problemas matemáticos mentalmente, enfréntese a este que le propongo: la ciudad de Granada tiene ciento seis bares por cada mil habitantes. Y, en total, aquellos suman dos mil ochocientos. Por tanto, ¿qué población vive en la capital que da nombre a la provincia?

La cultura de la tapa - por Nicolás Guerra Aguiar

  Si usted, estimado lector, es aficionado a resolver problemas matemáticos mentalmente, enfréntese a este que le propongo: la ciudad de Granada tiene ciento seis bares por cada mil habitantes. Y, en total, aquellos suman dos mil ochocientos. Por tanto, ¿qué población vive en la capital que da nombre a la provincia?

  La mayor parte de los bares granaínos no son establecimientos en los cuales se despachan bebidas fuertes que se toman en la barra. Más bien al contrario: se comen tapas –atraen por fragancia, coloridos de la vega, frescura y sabores- acompañadas de una caña o un vino. Porque allí, en aquella lorquiana ciudad andaluza, la del Albaicín y Bib-Rambla, cuya facultad de Derecho dio dos presidentes a las Repúblicas españolas (Nicolás Salmerón, Niceto Alcalá Zamora, respectivamente),cerca del mimadísimo Botánico que inició la facultad de Filosofía y Letras, lo mismo se comen de tapas las sabrosísimas migas cortijeras con pimientos asados como las habitas de Graná con chipirones en su tinta, aunque no podemos dejar en el plato las delicias del bacalao con almendras, la carrillada de buey o las alcachofas naturales con foie… después de saborear los caracoles (chuchangos) a la almendra picante, anteriores a las manitas de cerdo.

 

  Y todo al precio de 1.80 (caña y cazuela bien cargadita) o 2 € (es el caso del que sirve dos albóndigas-albóndigas caseras con salsa de almendras y clavo. Si no se coge plaza entre las ocho y ocho y diez de la tarde, olvídese de comerlas: encontrará tres filas de personas en la barra). Por ser Cultura, el Ayuntamiento coloca carteles indicadores de las rutas, como el que invita a recorrer los bares desde El Realejo hasta el Campo del Príncipe. Por 5.40 €, tres consumiciones. Y si es usted de mucho comer, gástese dos más: quedará plenamente satisfecho.

  Pero aquel cálculo matemático, apreciado lector, no nos sirve para saber cuántas almas habitan en Zamora ciudad, austera urbe castellano-leonesa emporio del arte románico y en la cual resulta más complicado encontrar lugares de tapas (dominan los restaurantes), por lo que se debe recurrir a aquel señor mayor, paseante con bastón, bufanda y abrigo: los conoce casi todos, aunque son pocos. Su cocina nada tiene que ver con la andaluza, por sobria y austera, algo más limitada (al menos, la que conocí). Después de las dos y media de la tarde casi todas las tascas cierran, es el recogimiento invernal: se impone el silencio. Así lo ejercen los zamoranos mientras asientan sus miradas en la inmensa muralla que protege al dieciochesco palacio episcopal y le presta su apoyo de piedra amarilla a la impresionante catedral románica, la más antigua de Castilla-León, aunque con algunos añadidos góticos.

  Córdoba (<>, la llama un moro granaíno que romancea) es otro ejemplo de cocina andaluza. Aquella antigua colonia romana del siglo II a.C. celebra también su Concurso de la tapa. Localizados los bares por zonas (la de la Judería es la más surtida), ofrecen casi cien variedades. Y aunque aquí es más cara, pues la mayor parte de las tapas alcanza el precio de cuatro euros, su calidad es indiscutible, lo mismo que la originalidad y el buen gusto en la presentación. El rabo de toro es frecuente en su cocina: así, el que sirven con papas y delicias de la dehesa: sencillamente, embriagador. Y el otro, con sésamo y salmorejo, sublima la gastronomía. Pero las berenjenas califales invitan a chuparse los dedos antes de entrar con la tapa de alcachofas rellenas de foie con salsa califal. (Cuando se va acompañado el placer gastronómico es mayor, pues cazuelas o platos pueden compartirse y, así, recreamos el gaznate con cuatro medias tapas al precio de dos.)  

  Las cervezas bien tiradas refrescan del impacto emocional ante la mezquita (8 €), usurpada por la Iglesia tras la conquista y convertida –con un pegote posterior,  insultante y flagelador- en catedral católica. Aquel burdo añadido que se construyó a su vera recuerda la barbarie de Carlos V cuando edificó el palacio renacentista junto a La Alhambra, disparate que tal vez significó la salvación de esta, como en el caso de la mezquita cordobesa.

  Salamanca es otra Castilla: <>, le escribe don Miguel a Rubén Darío desde su cátedra de Griego, quizás albergada también hoy en el palacio de Anaya, antigua facultad de Filosofía y Letras. (Como no tenían con una catedral, la del siglo XIV, construyeron otra en el XVI, también aledaña. La Nueva, austera en su interior, puede visitarse gratuitamente. Para la Vieja, cargada de riquezas, hay que pagar.)

  Salamanca es una ciudad también callejera, plena de bares, mesones (no sé si en número parecido a conventos, iglesias y fachadas con placas nominales de falangistas muertos en la Cruzada, monasterios, clausuras…). Y aunque están sustituyendo la cazuela por pinchos, aún mantiene su inmensidad gastronómica a precios baratísimos, como en Granada. Que una caña y tres costillas de cerdo a la brasa (éxtasis) cuesten 1.90 € es, simplemente, sobrecogedor. Y cuando se entra en un bar concreto próximo a la Plaza Mayor (conserva esta un medallón dedicado a Franco) hay noventa y dos tapas que impactan visualmente… cuando se puede entrar. El Archivo General de la Guerra Civil Española (en él se reproduce una intencionadamente falseada sesión de los masones), antigua residencia de los <>, es referencia para seguir una ruta de bares, qué cosas. Porque algo más abajo, frente a un hotel en la Avenida La Salle está la mano privilegiada de una señora que recrea la tapa con exquisitez placentera… (¡Qué privilegio su cocina!)

  Gastronomía, en fin, reflejo de una manera de ser de los pueblos, Cultura también, por supuesto. La compacta cazuela castellana contrasta con la cromática andaluza, como choca ante las sensaciones la serenidad casi monacal del castellano frente al bullicio callejero del andaluz, amante de sagradas tradiciones, como lo definió Machado, aunque en ambas regiones es patente su devoción por la comida natural, sencilla.