Las omnipresentes guerras, ¿son naturales e inevitables? Un análisis aproximado y necesario

Erasmo Quintana *

Parece que sí: una consecuencia esquinada de nuestra condición humana. El humanoide lleva en sus genes la violencia porque nace con el egoísmo, fruto de una de las potencias del alma. Desde que es bebé, refleja conductas que van en esa dirección. Ya infante o mozuelo, esa violencia la vemos en los patios o salidas de colegios, en las que, lejos de evitarlas por sus compañeros, éstos las jalean con expresiones vergonzantes -¡mátala!- impropias de jóvenes de tan temprana edad.

Digo muy firme y sin ambages que las guerras forman parte de nosotros, los humanos. Rechazables por lo que tienen de salvajes y dantescas; inmenso castigo que nos infligimos, pues, conscientes de que continúan siendo causa de un buscado e interesado enriquecimiento salvaje de unos pocos avispados, amontonando riqueza en sus cuentas de resultados, mientras la carne de cañón la pone el pueblo, víctima y ajeno a lo que se cuece en las alturas. Los Estados Unidos de América son el paradigma de los espúreos y sanguinarios intereses, pues uno de los capítulos más importantes de su bienestar económico es, aparte de aquella vertiente de ser “los gendarmes del mundo”, su poderosa industria armamentística. 

En las guerras, que son inmensas tragedias humanas, siempre hay quienes se benefician de ellas. En pleno siglo XXI, el hombre todavía no ha salido de las cavernas; continúa siendo un salvaje troglodita. Todas las guerras que conozco desde que tengo uso de razón están propiciadas por los norteamericanos, espoleados y obligados por la necesidad que tienen de darle uso a las armas que no paran de fabricar, y que deben, por tanto, utilizarse, porque en buena lógica no las fabrican para almacenarlas sine die. 

Otra vertiente que es propia de cierta “especie” humana, es que no les queda remordimiento ninguno a aquéllos que asesinan en nombre de Dios y en el de la Patria: Stalin, Hitler, la Iglesia, Franco, Trujillo, Castro, Pinochet...

Pero, sin embargo, la vida es lo más grande que tenemos los humanos, ella es única e irrepetible. Nuestra gran Concepción Arenal, defendió que la cárcel debe ser un lugar de paso, de rehabilitación del delincuente, pero la realidad ha sido siempre otra cosa. A lo largo y ancho de nuestra historia, sabemos que esto ha sido así. También hemos oído en más de una ocasión que quien posee el conocimiento tiene todo el poder. La realidad es que éste lo detenta el Vaticano, porque allí se encuentra la biblioteca más grande y completa del mundo con siete kilómetros lineales de estanterías. Allí, pues, tiene su sede la verdadera Historia de la Humanidad y, curiosamente, no está al alcance de quien sienta curiosidad. Por lo que sabemos, sí podemos ver lo que nos permiten que conozcamos.

Para buena cantidad de grandes hombres y mujeres, la suprema delicia es el esfuerzo frenético de  crear cosas. Para quien pinta, pintar; para quien escribe, escribir; para quien se dedica a la política, organizar el Estado. En general, tenemos inclinación natural para hacer el bien. Por otra parte, la razón no nos ha sido dada para hacer el mal; más bien para ponernos en el lugar de nuestros semejantes en situaciones en extremo graves, necesitadas de nuestra mayor atención.

La política ha surgido, no por evolución espontánea, sino por esta misma necesidad. La política es una actividad muy compleja; es astucia y es tacto para conseguir lo que en el fondo se desea. Hay, sin embargo, algunos -más de la cuenta nos parece- insensibles a los defectos de la justicia social, a esa que llamará “efecto natural y necesario” en el cuerpo social, y son aquellas a las que llamaremos de modo derrotista “siempre habrá ricos y pobres”, y que la miseria que vemos en nuestro derredor es algo natural y consustancial a la vida.

Lo que sí no hay duda ninguna es que sin un cierto sentido de la justicia, sin una innata sensibilidad sobre percibir las carencias esenciales de los más menesterosos congéneres, nadie podrá ser un gran político. Pertenecerá a ese inmenso grupo de la impostura -haciendo ver que hace- sin lograr ese punto de mayor equidad en la convivencia humana. Partimos de una realidad incuestionable: el político suele estar ahí, no por vocación de servicio y por mejorar en la medida que puede necesidades de la ciudad en la que vive y representa, no. Está ahí por otras razones que nada tienen que ver con su quehacer. Es por ello que notas un cierto desapego e incomodidad si lo necesitas para algo relativo a tu municipio o tu calle. Al político le molestas, así de claro. 

Intenta que tu alcalde te reciba en su despacho si tienes algún problema como ciudadano que paga minuciosamente sus impuestos. A mi edad, aunque me despiste -carencia que me afecta cada vez con mayor frecuencia-, es muy difícil que no vea las cosas tal como son. Las intuyo de lejos. Pena que esto sea así, cuando ya estamos de regreso de casi todo, y cuando ya ni te hace falta. Una cosa sí es verdad: la mejor escuela o universidad que tenemos para aprender es el paraninfo de la vida.

* Gracias a Erasmo Quintana