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viernes, 26 de abril de 2024 10:00h.

Las palabras no hacen historia - por Marco Lojo

MARCO LOJOHay palabras de amor y palabras de odio, palabras de gratitud y de sufrimiento. Palabras que escuchamos y que permanecerán para siempre en nuestra conciencia, como la primera palabra de un hijo, o las últimas que escuchamos a nuestros seres queridos cuando parten de este mundo. También están las palabras que queremos olvidar por ser demasiado hirientes, o porque pasan de largo en nuestras vidas, como el formulario burocrático con el que nos multaron o la lección de aquella asignatura que odiábamos tanto.

Las palabras no hacen historia - por Marco Lojo *

Hay palabras de amor y palabras de odio, palabras de gratitud y de sufrimiento. Palabras que escuchamos y que permanecerán para siempre en nuestra conciencia, como la primera palabra de un hijo, o las últimas que escuchamos a nuestros seres queridos cuando parten de este mundo. También están las palabras que queremos olvidar por ser demasiado hirientes, o porque pasan de largo en nuestras vidas, como el formulario burocrático con el que nos multaron o la lección de aquella asignatura que odiábamos tanto.

Hay frases históricas, lo que llaman “palabras para la posteridad”, que inspiran a generaciones enteras, que marcan un punto de inflexión. Palabras cargadas de sabiduría, de tiempo, cuyo enraizamiento con la vida y el momento las hace ser inmortales y universales. Frases como “Hasta la victoria, siempre”, o “No pasarán”, son frases que condensan el momento histórico que se pronuncia, que tienen la virtud de marcar la encrucijada entre lo que está dejando de ser y lo que está por venir, el pasado y el futuro, siendo capaces de trascender el tiempo.

Pero las palabras no hacen historia. Desde que la teoría de Darwin destronó a Dios en la creación de la humanidad, la frase “en el principio fue el Verbo”, pasó a ser una proposición falsada. La “palabra de Dios” dejó de ser la omnipotente voz capaz de crear la vida en la Tierra, para habitar solamente en las conciencias de los creyentes. La Historia Sagrada, pasó de ser “Historia” con mayúsculas, a simplemente “religión”. Y, aunque en muchas partes del planeta sigue marcando los festivos del calendario, ya no marca los tiempos. Tras la palabra de Dios, llegó la palabra de la humanidad.

Las palabras perdieron el poder de la invocación. Ni brujos ni sacerdotes pueden invocar ya el bien o el mal, producto del buen o mal hacer de las sociedades. Los exorcismos y las invocaciones pasaron a ser un género de ficción, de programas de televisión o películas de miedo. Y por mucho que se empeñen líderes políticos y grandes prohombres de negocios, las palabras no hacen la historia. Y en el peor de los casos, sabemos que “las palabras, se las lleva el viento”.

A pesar de todo, persistió la creencia en su poder invocador. Nos costó años entender que la mera cita de los textos clásicos de los grandes revolucionarios no crea las condiciones de transformación social y las arengas al sujeto que ha de llevarlos a cabo tampoco sirven de nada si no las hace suyas ni se ve reflejado en ellas.

Pero esta verdad vuelve a distorsionarse. Desde los nuevos partidos, piensan que con la invocación al “15M”, a las palabras “ilusión” o “cambio”, se conjuran los malos resultados, que con llamar a ese muerto viviente llamado “socialdemocracia” basta para parecer respetable a los que nos irrespetaron y seguirán despreciándonos y que la conversión al sistema de partidocracia existente como un partido más con el discurso y la “transversalidad” de las argumentaciones pudiese engendrar algún cambio. Como si las palabras hicieran historia, como si sólo con las palabras se pudieran transformar las sociedades.

Lo cierto, es que las palabras no hacen historia: las personas sí. De nada sirven mil textos de sacralidad profana si no mueven una hoja del descontento social, de nada sirven unos “significantes vacíos” si se quedan en eso: en el vacío de una sociedad que no se mueve.

Si se quiere transformar la realidad, es necesario apelar a los sujetos que pueden cambiarla, pero no con esos “significantes” que “todo lo pueden”, sino con un programa político que implique el rescate de las condiciones materiales de los que nada tienen que perder y todo tienen por ganar. De nada sirven las llamadas al cambio si se menosprecia el que los transformadores se movilicen. De nada valen los grandes oradores cuando se desatienden los hombros sobre los que están asentados, pues se convierte en vacua vanidad, en más de lo mismo, en palabras vacías que, como ya dijimos “se las lleva el viento”.

Apelemos, que no invoquemos, a las mujeres y los hombres desposeídos, a los que no tienen nada que perder, a los que tienen todo por ganar, a que sean los dueños de sus propios destinos. Pues, como otros profanos dijeron hace más de cien años, “Ni en dioses, reyes ni tribunos, está el supremo salvador. Nosotros mismos realicemos el esfuerzo redentor”.  Sólo así y sólo entonces, podrá ser posible el cambio.

 

* En La casa de mi tía por gentileza de Marco Lojo