Buscar
domingo, 28 de abril de 2024 06:36h.

La placentera oscuridad - por Francisco González Tejera

francisco gonzález tejeraEl camino real hacia Teror era casi un riachuelo del agua pura que caía del cielo,

La placentera oscuridad - por Francisco González Tejera *

 
El camino real hacia Teror era casi un riachuelo del agua pura que caía del cielo, los dos luchadores subían aprovechando la nocturnidad del frío verano, un tiempo extraño en agosto del 36, ambos iban callados, adaptando el paso, el pausado ritmo, al embarazo de la mujer de Antonio Soto, la pobre Lidia Alonso, que avanzaba lenta con las manos acariciando suavemente su vientre, donde cálida iba bien resguardada la chiquitita Rosita, calentita, sin saber que la huida era terrible, que se jugaban sus jóvenes vidas, subiendo San José del Álamo, un ascenso desesperado hacia lo desconocido entre la oscuridad de una noche que se avecinaba estrellada entre el olor a incienso moruno y tabaibas (1).
 
Los hombres recordaban en silencio los duros entrenamientos, las luchadas en el Campo de España, los días felices donde la República de las flores les regaló aquella frescura que solo puede dar la fragancia de la libertad, la “pardelera” (2) de la vida, el “ganchillo”(3) de la esperanza, el “cango” (4) de la concordia, solos los tres y el trocito de vida que viajaba en el liquido amniótico de la mujer libertaria.
 
Pasando la cantera de Mauricio vieron las luces más arriba, el movimiento de hombres, el ruido de los vehículos de Falange y el ejército, habían cortado todo el acceso al centro y norte de la isla, buscaban como fieras a toda persona sospechosa de defender la legalidad constitucional. Antonio miró a su compañero Octavio Castro, a los ojos llorosos de Lidia, se sentaron por un momento junto al camino, las caras preocupadas, hasta que tomaron la decisión de bajar hacia el barranco de Mascuervo, fuera de caminos, orientados por la escasa luz de la luna llegaron a las Cuevas Coloradas, antiguo poblamiento indígena, para seguir subiendo hacia La Milagrosa siempre por el fondo, abriéndose camino entre las duras zarzas y el frondoso bosque de acebuches y cardones.
 
Llegando a Chanica comenzaron los disparos, ráfagas de fuego que convirtieron el bello paraje en un infierno ensordecedor, Antonio abrazó a Lidia, los tres se metieron bajo una piedra enorme, los disparos rozaban sus cuerpos, Octavio sangraba por una bala que le había atravesado una pierna, se arrastraba hacia ellos con la cara desencajada, pálido, dijo algo que no escucharon, cuando el plomo acribilló su cuerpo fuerte, sus más de cien kilos de técnico, estilista bregador incombustible desde que apenas era un niño.
 
Antonio sacó la camisa blanca agitándola como bandera de rendición, los disparos cesaron por un momento, desde los riscos se escuchó un grito de que salieran con las manos en alto, era el capitán Barber, militar y falangista, integrante de una familia de caciques conocidos en toda la isla.
 
El hombre y la mujer salieron a un claro, Lidia a pocos metros detrás con sus manos en el vientre, como tratando de proteger a la pobre Rosita que navegaba inconsciente de todo, nadando con el puño cerrado en aquella fraterna oscuridad.
 
A los pocos pasos se escuchó un nuevo disparo que atravesó la cabeza de Antonio, no manaba sangre, solo un agujero en la frente que lo hizo desplomarse al suelo delante de Lidia, la mujer se abalanzó sobre el cadáver, lo abrazó, lloraba a gritos, pedía que la mataran, que le dispararan también, viendo a los lacayos fascistas uniformados que la rodeaban, algunas caras conocidas de Tamaraceite, otras de Arucas, encargados, mayordomos de las fincas de los terratenientes, todo tipo de personajes vinculados a las cuatro o cinco familias propietarias de media isla.
 
Emilio Barber ordenó que ataran a la mujer, le apretaron las muñecas a la espalda con el hilo de pitera, subieron caminando hasta una carretera de tierra donde estaban aparcados varios furgones militares, abajo quedaron los cuerpos de los dos luchadores dentro y fuera del terrero (5), varios falangistas los envolvieron en sacos de plátanos para desaparecerlos, Lidia lloraba en el asiento trasero del auto, Rosita daba pataditas como reclamando saber que pasaba en el exterior de aquel mundo desconocido.
 
(1) Arbusto perenne del género Euphorbia endémico de las Islas Canarias.
(2) Maña o técnica de lucha canaria también conocida como "burra derecha".
(3) Maña o técnica de lucha canaria.
(4) Maña o técnica de lucha canaria.
(5) Recinto específico para la práctica de la lucha canaria.
 
 
* En La casa de mi tía por gentilleza de Francisco González Tejera