Buscar
martes, 19 de marzo de 2024 07:30h.

Rubén Benítez, entre filosofía y literatura -por Nicolás Guerra Aguiar

 Hay jóvenes de treinta y pocos, muy pocos, que vienen de vuelta en muchas cosas de la vida o, al menos, de aquellas que definen a las personas...

Rubén Benítez, entre filosofía y literatura -por Nicolás Guerra Aguiar

  Hay jóvenes de treinta y pocos, muy pocos, que vienen de vuelta en muchas cosas de la vida o, al menos, de aquellas que definen a las personas. Y no es que se hayan hecho mayores a base de sufrimientos, padecimientos o graves circunstancias, no: simplemente han madurado quizás con acelerada precipitación, aunque tal madurez ha sido beneficiosa no solo para ellos sino, incluso, para quienes hablamos con ellos. Rubén Benítez Florido es uno de esos jóvenes de cuyos pensamientos cabales, serios, argumentados (e incluso hasta fiables) aprendí la tarde del lunes mientras las impertinentes palomas de San Telmo se empeñaban en  cagantes y alteradoras compañías.

Rubén Benítez
 

No llegué vacío de contenidos a nuestra conversación de casi dos horas, en absoluto. Yo había leído, subrayado y glosado sus artículos recopilados en Palos de ciego y Llueve sobre mojado, aunque no pude llegar a Sísifo merece ser feliz (Apuntes y reflexiones de un filósofo), su último libro. Bien es verdad que no fue imprescindible su lectura para el diálogo con el autor, pero deduje al final que complementará a los dos primeros en cuanto que no solo hay planteamientos filosóficos (“En qué repara un filósofo”, “De filósofos y sus teorías”), sino que continúa con aquel tipo de artículo tan exquisito en sus diseños como invitador al pensamiento para el vínculo literatura – filosofía que tan bien maneja Rubén, o quizás visión filosófica de la literatura, acaso filosofía para entrar en la obra literaria.

  Y aunque la charla se identifica con diálogo sin solemnidades ni excesivas preocupaciones formales, me parece que hicimos más que juntar palabras racionalmente ordenadas. Y lo digo, sobre todo, porque en los discursos de Rubén, entendidos como reflexión, raciocinio, manifestación de pensamientos y sentimientos, hubo períodos que confirmaron lo que yo suponía: es un hombre de recia preparación intelectual (al menos en los aspectos que tocamos).

  A veces puede confundir y ser identificado como un profesor de Filosofía cuya vocación esencial es la literatura, quizás un crítico literario frustrado. Pero tal apreciación es errónea: Rubén no disecciona la obra ajena (casi siempre novela) a la manera de un  profesor de Literatura cuando este analiza estructuras, estilos, aspectos formales. En absoluto: ni tan siquiera lo intenta. Y hace bien, pues si su comentario se redujera a lo estrictamente formal, sus artículos perderían esencia cualitativa: la posibilidad de hacer pensar al lector si se deja llevar por los considerandos que Rubén desglosa.

  Así, bulle por las venas de Rubén una exquisita admiración por Jorge Luis Borges cuya obra es, dice, “la perfecta conjunción entre la literatura y la filosofía”.  Y aunque devoto admirador de aquel (cuyas concepciones del tiempo, la realidad y los espacios se definen por complejísimas simbologías), no se deja llevar por el apasionamiento en cuanto que descubre en él aquello que, insisto, define también al propio Rubén: “Simbiosis peculiar entre filosofía y literatura”. Además, la erudición filosófica  borgiana  apasiona a este profesor de instituto que, como muchos de la profesión, se encuentra dejado por la mano de la Consejería ante la soledad del campo de batalla, “como el soldado de primera línea sin espada, sin escudo”, y señalado como el enemigo para padres, directivos, Administración e, incluso, para algunos alumnos cuando los mira fijamente, elemental principio  ante una relación humana civilizada.

  No necesita meditar mucho cuando hablamos de literatura. La obra literaria para Rubén es, en esencia, una forma de estar en el mundo. A la manera vargasllosiana, Rubén palpita en la literatura porque esta le permite “romper la inmediatez, que es muy aburrida”. Y si la literatura es escritura, la lectura de la obra es plena satisfacción, paz espiritual, desdoblamiento, identificación con narración, tiempo, espacio. Más: con sus personajes, a veces llenos de contradicciones, ensoñaciones, desesperanzas o apasionamientos. Da igual: son vidas de seres humanos que palpitan en Rubén en cuanto que él forma parte de ese mismo género, el de los mortales.

  De ahí que sus artículos sean, casi siempre, relación literatura-filosofía, palabras escritas para ser pensadas, pensamientos para ser discutidos, belleza formal para hacer del raciocinio parte de la misma vida. Y vuelve a nombrar a Borges, ejemplo casi sublime de tal vinculación necesaria, imprescindible, relajante y estéticamente impactante: el argentino es un filósofo aunque se le conoce como literato.  (Rubén eleva la mirada hacia lo alto del quiosco modernista, no es la primera vez. Y en ese aparente desvío espacial habla también de Fernando Savater, filósofo enamorado de la literatura. Y de Pedro Páramo, la obra de Juan Rulfo que impactó en el realismo mágico, “pura filosofía”, susurra.)

   Se acerca la oscuridad del atardecer. Parece que las sombras iniciales le dan más fuerza, más ímpetu. Ahora se convierte en ese pequeño filósofo azoriniano que también anda como profesor en las aulas (“que los alumnos lean aunque no sea a Kant”, insiste. Yo añadiría que también algunos docentes). Y reclama que le den los medios para inculcar la lectura entre aquellos, los jóvenes alumnos cuyo lenguaje se deteriora cada vez más en medio del irracional desmantelamiento de la educación pública. Anda inmerso en un caos educacional en el cual, a veces, lo único posible es la lucha por la supervivencia profesional. Pero es consciente de que los jóvenes necesitan ayuda; muchos quieren ser lectores. Lo que ocurre, también, es que Rubén sueña con acercar la filosofía a la gente, no alejarla de ella. Está convencido de que sin divismos ni poses de vacuos pensadores que se aíslan de la realidad, muchos pueden hacerla accesible al alumnado, a la juventud en general. ¿Por qué lo consiguen Savater, José A. Marina? Sencillamente porque son, además, pedagogos, y más que enseñar doctrinas filosóficas enseñan a leer en sus obras.

  Es Rubén Benítez, en fin, una de las pocas personas que escriben sobre literatura desde la perspectiva de la filosofía, o hacen filosofía tras lecturas de grandes maestros. Sus artículos son, además, organigramas de pensamiento y discurso bien estructurados. Si sus alumnos lo aprovecharan, estoy seguro de que despertarían a esa revolución que es la palabra escrita, la lectura, también placentera.