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jueves, 25 de abril de 2024 15:33h.

Lloré las lágrimas de aquellos infelices negros - por Nicolás Guerra Aguiar

   Impactantes las imágenes de aquellos jóvenes negros centroafricanos que buscaron refugio en la azotea de un edificio ceutí, la misma que nunca sería para sus vidas el cementerio marino de Paul Valéry.

Lloré las lágrimas de aquellos infelices negros - por  Nicolás Guerra Aguiar

  Impactantes las imágenes de aquellos jóvenes negros centroafricanos que buscaron refugio en la azotea de un edificio ceutí, la misma que nunca sería para sus vidas el cementerio marino de Paul Valéry. Porque descubrieron que el hombre blanco distingue entre el negro rico –aunque asesine a sus paisanos- y el pobre paria que no pertenece a las nobles familias negras, enrojecidas muchas veces en vómitos de sangres vertidos por malheridos pulmones de sus propios hermanos.

   Aquellos infelices -¡angelitos de Dios!: ¿acaso el Dios europeo es negro?- por unos minutos se creyeron protegidos por la Libertad europea. (¿¡Pero es que son tontos o qué!? La Libertad europea es blanca.) Después llegaron a pensar que más valía la muerte desde las alturas que un reinicio de sus calvarios cuando fueron descubiertos y rodeados. Y es que tales negros no tienen nombres ni propiedades, están ausentes de listados en bancos coloniales a pesar de las inmensas riquezas de sus países. Por tanto, se vieron en el chaflán de la muerte cuando subieron a los muros de la azotea, convertidos estos en santos e infalibles remedios y seguras vías para eliminar dolores, desesperanzas, angustias y negros cuerpos. Porque desde arriba se visionan las realidades de una Europa que empieza en suelo africano a la que jamás serán invitados. Y eso que padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos fundieron sus vidas en la esclavitud para que el hombre blanco (español, belga, inglés, francés, alemán, italiano, germano, holandés, portugués, norteamericano…) construyera palacetes y vanidosos alcázares que hoy figuran en las guías turísticas de visitantes enamorados de maravillas arquitectónicas.

   Porque Barcelona, por ejemplo, tiene  arrogantes y bellísimos edificios, orgullo de quienes viven en aquellas tierras catalanas. Pero desde sus entrañas se siguen escuchando en noches sombrías los ayes de dolor de negrísimos cuerpos que fueron jóvenes africanos encerrados y encadenados en las bodegas de negreros barcos catalanes. Sus capitalistas armadores catalanes y los capitanes los venderían como esclavos en tierras americanas o, quizás, ya les tenían asignadas las tareas recolectoras de sus campos, inmensos como la propia soledad del negro que habían secuestrado violentamente en costas o interiores africanos. O, tal vez, habían comprado en mercados que tan pingües beneficios produjeron mientras la Iglesia permanecía en silencio. A fin de cuentas, los pecadillos de la trata de esclavos se compensaban con oraciones, regalos, construcciones de iglesias y catedrales, palacios obispales y arzobispales, cálices áureos y rubíes…

   A aquellos infelices que asomaron sus rostros y sus vidas ya casi moribundas para contemplar desde las alturas la realidad de una tierra europea -¡en África!- les esperaban desencantos, desilusiones, tragedias. Vieron y miraron desde las alturas lo que para ellos sería pura ficción, ensueño inalcanzable, espejismo que se deshace con un simple soplo de realismo,  sirenas policiales, uniformes armados que, en nombre de las leyes de los blancos, los devolverían a sus orígenes, la nada. Porque  retornarán a montes aledaños a Ceuta. No a la Naturaleza idealizada como en el Renacimiento, de cítaras, ricos prados, multiplicidades cromáticas, sensuales frutos. Reingresarán en la dura, flagelante e inquisitorial realidad de miserias, escondrijos, veloces carreras ante soldados marroquíes, vigilantes en la otra parte porque el blanco paga el impuesto revolucionario.

   Cuando saltaron la valla -sangrante frontera que corta manos, pies, brazos, pechos, caras, ilusiones y elementales derechos humanos- cayeron en suelo español africano, el ceutí. Y corrieron pletóricos y transmutados por las calles cual si de la entrada en el Olimpo se tratara. Y gritaron el nombre del país –“¡Essspaña, Essspaña!”- porque es el bramido de guerra de quienes participan con el corazón en los partidos de fútbol de la selección española, rugido que unifica incluso hasta a divergentes políticos: es la Patria, el orgullo del ser español. (Mientras, sus sabios investigadores y sus jóvenes licenciados y doctores, masterizados, hacen las maletas y caminan silenciosamente en los bullicios de aeropuertos o andenes de guaguas y trenes porque se ven forzados a escapar de su país ya no por dignidad, sí por necesidad, miles de millones que el Estado invirtió en su formación universitaria.)

   Pero ni por esas. Las negras gargantas de aquellos infelices que nacieron negros y no son protegidos de los blancos, o socios –que para las cosas de los beneficios no hay sombras ni oscuridades-, no enfatizan como lo hacen los españoles, aunque hayan sido nacidos en tierra ceutí, continente africano. Y es que las cantatas del blanco son más roncas y recias, nada suaves frente a los susurros africanos negros. Ya se sabe: el blanco vocifera por la pasión de su equipo, ¡Essspaña, Essspaña! El negro canta y evoca a sus ancestros; recuerda las tradiciones: sabe que el blanco fue su amo durante siglos y que debían huir de él, volar sobre las sabanas como lo hacen leopardos, antílopes, guepardos… Pero antes no había televisión, ni se hablaba de derechos humanos, ni se tenía en cuenta que el hombre había nacido libre. Por eso, porque ya las imágenes televisivas les muestran respetos, democratizaciones, sensibilidades, civilizaciones de los blancos, ellos creyeron que Ceuta los recibiría como a seres humanos. A fin de cuentas aquella es tierra española, aunque africana.

   Por eso lloraron cuando los hicieron sentar en el bordillo de la acera a la espera de furgones que los devolvieran a su realidad, negra como la misma vida. Vi a jóvenes negros casi descuartizados de pies y manos, harapientos, mocosos e inundados por correntías de lágrimas que salieron de jóvenes rostros hartos ya de su color negro. Lloraron por impotencias, desmoralizaciones, decepciones frente a la Europa civilizada y fraternal. Y algunos hasta se tragaron sus lágrimas quizás para que los vientos ceutís no trasladaran a sus madres, mujeres, padres y hermanos las tragedias que sus condiciones de negros -como si de una maldición se tratara- les estaban haciendo pasar en un país de libertades... Según de qué negro se trate, claro.

 

También en:

http://www.canarias7.es/articulo.cfm?Id=323409

http://www.infonortedigital.com/portada/component/content/article/27956-llore-las-lagrimas-de-aquellos-infelices-negros