Presentación del libro "Entre el aula y la calle (Lengua y literatura)", del profesor Nicolás Guerra Aguiar - por Marcial Morera Pérez
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Presentación del libro "Entre el aula y la calle (Lengua y literatura)", del profesor Nicolás Guerra Aguiar
Marcial Morera Pérez, catedrático de la ULL
Intervención en la presentación de "Entre el aula y la calle (lengua y literatura)", el 11 de diciembre de 2023 en Las Palmas de Gran Canaria
El libro del profesor Nicolás Guerra Aguiar que nos convoca en este acto de presentación acoge en su seno 73 artículos de pequeño formato, para leer de una sentada, que su autor había publicado previamente en la prensa isleña (Canarias7, Infonorte Digital, Telde Actualidad, La casa de mi tía), y un documentado y ameno prólogo sobre la trayectoria vital, profesional y creadora de nuestro escritor redactado por el también profesor, además de editor, Victoriano Santana Sanjurjo. De estas 73 joyitas literarias, 44 se dedican al español de Canarias y los 29 restantes a la Literatura insular, en particular, y a la Literatura española, en general. Se trata de trabajos que entran dentro de eso que suele llamarse actualmente columnismo lingüístico y literario, a que tan dados son determinados profesores de Lengua y Literatura, para llevar el conocimiento de su especialidad más allá de las aulas de clase. De ahí el título Del aula a la calle (Lengua y Literatura) que ostenta el que nos ocupa.
De “extensión universitaria” se ha hablado siempre en las universidades españoles para referirse a esta y otras importantes actividades divulgativas, útiles tanto para los enseñantes y los estudiantes mismos como para el público en general. Y de “transferencia de conocimiento” hablan para referirse a lo mismo los burócratas del conocimiento actuales, tan dados a inventar palabras rimbombantes para expresar conceptos que ya tenían nombre ante de que ellos llegaran a sus cargos. “Mismo perro con distinto collar”, dice el refranero español en estos casos.
El género tiene una larga tradición en el mundo hispánico. En realidad, nace con la misma prensa, desde el siglo XVIII, y cuenta con cultivadores diversos como los periodistas Mariano de Cavia, Antonio Valbuena y Álex Grijelmo, por ejemplo, y los profesores universitarios o de enseñanza secundaria Julio Casares, Ángel Rosenblat, Fernando Lázaro Carreter, José Moreno de Alba y Ramón Carnicer, y el escritor Miguel de Unamuno, por citar a algunos de los más afamados que han enfocado el asunto desde puntos de vista más o menos distintos, ya sean puristas, identitarios, folclóricos, científicos, etc.
¿En qué coordenadas ideológicas se mueve Nicolás Guerra Aguiar en estas columnas periodísticas suyas? Resumiendo mucho, podríamos decir que los principios teóricos básicos de nuestro autor se reducen a los siguientes:
En primer lugar, al principio de que los verdaderos dueños de la lengua son los hablantes, no las academias: “Los hablantes, propietarios del idioma, imponen a veces usos, modas pasajeras”, (dice expresamente Guerra Aguiar en la página 255). Se trata de un principio de una enorme importancia, porque pone de manifiesto que nuestro autor es perfectamente consciente de que las lenguas se hacen desde abajo (las hacen los hablantes concretos y los poetas), no desde arriba, en academias o laboratorios de lingüística, como es habitual pensar. Por eso rechaza Nicolás Guerra, con toda la razón del mundo, la creencia tradicional de que la lengua española naciera en los conventos de San Millán de la Cogolla, como suele consignarse en los manuales de historia de la lengua: “Estimo cierta ligereza en tal afirmación, pues de todos es sabido que la lengua la hacen los hablantes y estos, con frecuencia, imponen cambios frente a recomendaciones o normas académicas” (p. 232). “Es indiscutible que el nacimiento del castellano no se produjo en los monasterios, no es obra de frailes. Muy al contrario: estos -como la Academia- se limitaron a dar fe de vida a muchas palabras ya manejadas por el pueblo, palpable demostración de que el latín evolucionaba a pasos agigantados” (p. 233).
En segundo lugar, preside estos ensayos el principio fundamental de que las lenguas naturales son sistemas para construir oraciones, palabras y textos, no nomenclaturas o inventarios de palabras: “La lengua es un ser vivo que se va transformando sin que haya posibilidad -por suerte- de interferir en su evolución-. De ahí que, por ejemplo, las nuevas ediciones del Diccionario de la lengua española ya no incluyan voces desaparecidas por falta de uso (arcaísmos) y, por el contrario, sí recogen palabras nuevas (neologismos)”, manifiesta el autor en las páginas 77 y 78 de su libro. Por eso mismo, considera Guerra Aguiar que hay que aceptar de forma natural la desaparición de voces y construcciones, sean estas dialectales o generales: “De la misma manera que la segunda persona del plural se impone a marchas aceleradas entre hablantes canarios (incluso, entre puretillas), aunque no se la he escuchado a suramericanos residentes -escribe nuestro autor respecto del canarismo choni-, lo cierto es que a la voz dialectal canaria “choni” le quedan, como mucho, tres afeitadas…, al igual que a otros dialectalismos ya casi desconocidos entre la pollería, aunque esta sigue con problemas de expresión. Sin nostalgias, por supuesto. Así funcionan las lenguas” (p. 138). “Como caen primero las hojas viejas cuando los bosques cambian al fin de cada año, así las palabras caducas fenecen y las recién nacidas prosperan lozanas”, había señalado ya Horacio en su famosa Epístola ad Pissones hace más de dos mil años.
En tercer lugar, parte Guerra Aguiar del principio teórico básico de que toda palabra o construcción tiene su propia fuerza expresiva, distinta de la que tienen las demás. De ahí que considere que en las lenguas naturales no hay ni sinónimos ni palabras vulgares: “Cuando uno quiere mostrar enfados, irritaciones (mentales) e incluso encolerizaciones ante comportamientos ajenos, no valen en esos momentos más que supuestos vulgarismos, más contundentes e impactantes por cuanto traducen exactos estados de ánimo sin disimulos ni aparentes contradicciones. De ahí que, estimado lector, haya usado la voz “emputarse” en el título de este artículo, pues emputado me han puesto venas, vidas, sensaciones y conclusiones, ritmos cardíacos y las propias razones de ser” (dice el autor en la página 140 ). Y en la 263: “No es lo mismo un “¡coño” con acento en la primera sílaba /kóño/ o que traslademos la mayor fuera de voz a la segunda. Así, si algo nos sorprende, decimos “Coñó, no lo sabía”, “¿y esto qué es?”. Pero si la sorpresa nos impacta aún más, el acento cae en la última sílaba, con alargamiento de la primera: “¡Cooñó, menudo cachimbazo se metió el nota!”. Y, si alguien insiste y nos altera, entonces la alargamos mucho más: “¡Coñooó, me está usted cabriando!”.
En cuarto lugar, parte nuestro autor del principio fundamental de que toda palabra o construcción tiene su propia justificación histórica, puesto que las palabras, las oraciones y los textos no son otra cosa que el resultado de un proceso semántico o fónico histórico concreto, que hay que desentrañar. De ahí la defensa que hace Nicolás Guerra de todas las modalidades del idioma, sean estas humildes o encumbradas: “Los pueblos que desprecian y abandonan esos elementos definidores (por mínimos que sean) y diferenciadores (ni mejores ni peores, sencillamente, distintos) respectos a otros, que no ahondan en su interioridad para mantener inhiestos elementos que los caracterizan y definen, están condenados a ser meros objetos de usar y tirar, como si de vacíos intelectuales se tratara” (p. 67).
Y, en particular, como es natural, de la modalidad lingüística canaria, que es la suya propia: “Pero si bien es cierto que pertenecemos a una unidad lingüística como casi cuatrocientos ochenta millones de hablantes (con todas sus variantes), no es menos cierto que la especial ubicación geográfica de Canarias convirtió a las islas en punto de unión de culturas y lenguas o dialectos variadísimos. Mantener nuestros rasgos de pronunciación, nuestras especiales estructuras morfosintácticas y las variedades léxicas (guanchismos, portuguesismos, andalucismos o los entrañables americanismos), sin olvidar, como dije, la esencial fuente de comunicación que es el español, tal vez nos permita descubrir que, a pesar de todo, hay algo de lo cual sentirse orgulloso” (p. 68). “La lengua y el dialecto de los hablantes isleños son tan excelentes e ilustres como los que hablan los demás”, sentencia el autor en la página 247 de su obra. Para Nicolás, todas las particularidades que atesora el español de Canarias (ustedes, guagua, más nada, por ejemplo, en lugar de vosotros, autobús y nada más) son tan legítimas como las del español general o del prestigioso castellano. No se trata, evidentemente, de que aquellas sean correctas y estas no, sino de un problema de identidad. En realidad, si los canarios sustituyeran sus palabras propias por las del castellano, por ejemplo, no caerían necesariamente en la incomprensión, “pues (como señala el autor), a fin de cuentas, se trata de formas absolutamente correctas, por más que no se usen en Canarias. Sin embargo, será menester plantearse con seriedad las razones de estos cambios: ¿sustitución natural?, ¿falso elemento distinguidor?, ¿el complejillo canario de que no hablamos bien el español?, ¿despreocupación en las aulas? El mundo seguirá girando, claro; pero Canarias habrá perdido una seña de identidad lingüística” (p. 78).
En quinto lugar, parte Nicolás Guerra del principio fundamental de que la evolución es consustancial a toda lengua natural, que es un ser vivo, no un inventario o nomenclatura muerta: “Toda lengua que no evoluciona está condenada a su desaparición. Las que permanecen (aunque dependientes de elementos externos a ellas), y a las cuales se les augura una larga vida, se van adaptando a las muy naturales renovaciones. Porque una cosa es lo que diga la norma oficial, la académica, y otra bien distinta el uso que la población hace de su idioma. A fin de cuentas las lenguas son seres vivos aunque en ellas, claro, no hay sistemas de relaciones moleculares ni están formadas por la materia que compone a aquellos (carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno)” (p. 175).
En sexto lugar, considera el autor de estos ensayos que las variantes de las lenguas naturales están siempre en guerra, sin que eso afecte a la verdadera función de aquellas, que es comunicar. Es más: que una lengua viva (no muerta) no es otra cosa que un conjunto de variante en pugna, para imponerse a las demás. “La rica variedad de nuestra lengua (señala Nicolás en la página 148 de su libro) no se asusta ante varios términos para un mismo significado, la duplicidad de formas para un conjunto de personas o cuestiones fonéticas, respectivamente. Todas son correctas y válidas en cuanto que sectores sociales muy amplios las usan y no se crean problemas en la comunicación; es la madurez del español”. Y pone un ejemplo concreto de su experiencia real: “Nada les comenté (a los informantes) sobre sus hipotéticas incorrecciones pues, a fin de cuentas, la comunicación oral había sido clara, precisa: registros y mensajes llegaron a mí sin interferencias ni obstrucciones, a pesar de los ‘jalé, simba, lostrallo, migajá… Ninguna forma me resultó desconocida porque las escuchaba desde pequeño en determinados espacios de la geografía galdense” (p. 244).
Y en séptimo lugar, sostiene Guerra que, a pesar de que esto es así, de que esos instrumentos de cultura que son las lenguas humanas las hacen los hablantes desde abajo, no carece de justificación la existencia de academias, que tienen por misión registrar la norma de todos.
¿Qué recursos lingüísticos emplea el autor de este libro para defender los argumentos que expone en las 73 piezas literarias de su libro? En primer lugar, utiliza una sintaxis ágil, amena y desenfadada, en la que destacan tres rasgos fundamentales. De un lado, el uso constante de palabras y formas de su propia modalidad lingüística, predicando, por tanto, con el ejemplo en la defensa del dialecto: “Y como uno tiene cierta jiribilla (o jirivilla) por las tales cosas de nuestra variedad lingüística no recogidas en el DRAE (dice el autor en la página 80), le pedí al presidente de la Academia Canaria una serena parrafiada y, así, ilustrarme en magistral clase particular. La hora de aprendizaje se me fue como se esfuma la jumasera de una garepa, amaguado que me quedé por aquello de la fugacidad del tiempo”. “Ahora mismo estoy sentado en una cantina -escribe en la página 163-, testigo de cómo Chanito ensaya palabras y practica para mañana la roniada, al golpito. Y como según Monagas es cosa de sentimientos interiores de adentro del ser humano de las personas, aquí un servidor de Dios y usted se deja llevar por el entrenamiento ajeno, como si estuviera en una chalana preparando la tanza y los anzuelos para ir a coger roncadores donde estuvo el viejo Prisma sardinero, tal si la mar empezara a subir ahorita mismo y no se pone ruin” (p. 163).
El uso de canarismos llega en esta obra divulgativa de Guerra hasta el extremo de utilizar las formas populares de algunas palabras generales (v. gr., “teléfano”, “entoavía”,“cudiao”, “rembalar”, “pisulá”, “escardón de pescado”; “Mastro Pepe el ciego” y otras para dar mayor fuerza expresiva al discurso. No menos importante que lo dicho es en este aspecto la aportación de canarismos desconocidos hasta ahora para la lexicografía insular.
De otro lado, se caracteriza el estilo de la obra que presentamos por el frecuente empleo de cadenas más o menos extensas de sinónimos referenciales, para dar fuerza a la expresión o regodearse en la idea que le interesa destacar: “Para que transpiremos, sudemos, destilemos esencias nada sutiles de axilas sobaqueadas”; “la señora canaria se emocionó, se sublimó, se elevó místicamente”; “aunque la forma propiamente dicha parezca algo ordinaria, grosera, vulgar, verdulera, hortera, basta, soez, barriobajera, arrabalera…”. Y por último, se encuentra la prosa de Del aula a la calle plagada de neologismos morfológicos (“buchito cafetil”, “axilas sobaqueadas”, “cidcampeadora acción”, “academizable enseñante”, “pastuño caquil”, “testosterónica pasión”, “crío pejinesco”, “margullazo barriguil”, “toletazo culil”, “mascada ronera cocacolada”, “desahogo vejigal”, “plantas unelcoendesadas”, “bacteria diarreítica”, “choricería”, “pujolanas” [se refiere a Jordi Pujol], “rubias esencias cerveceriles”), como queriendo demostrar que, como se sostiene en la parte teórica del trabajo, la lengua es un sistema para hacer oraciones, palabras y textos; no una nomenclatura o inventario cerrado de palabras, construcciones y pronunciaciones.
En segundo lugar, destaca en el texto la pericia con que habla el autor de las cosas más complejas o específicas de la lengua con un lenguaje llano, sin caer en la tentación del tecnicismo académico, que haría imposible o complicada la comprensión de los artículos, no solo para el público no especializado, sino incluso para un lector medio.
En tercer lugar, practica nuestro autor una ironía o socarronería sistemática cargada de humor, que confieren a estos artículos una amenidad y un interés especiales. Un par de ejemplos bastarán para demostrar hasta qué punto son importantes la ironía y el humor en estos artículos de Nicolás Guerra: “Y es que una de esas guaguas que el Ayuntamiento capitalino tiene en funcionamiento y a nuestro entero servicio para que transpiremos, sudemos, destilemos esencias nada sutiles de axilas sobaqueadas en estos días de pachorrientas calimas (escribe el autor en la página 85 de su obra), la señora les explicaba a los jóvenes cómo llegar a Vegueta siempre, claro, que pudieran sobrevivir en aquella socializada sauna motora donde se veía a la gente perder peso y figura al paso de segundos, traslación del Infierno dantesco”. En la página 88: “No es extraño que una parte de la juventud isleña haya encontrado el éxtasis lingüístico-espiritual imprescindible para empezar a ser personas cultas a la manera del profesor citado. Y en la “cidcampeadora” acción arroje por barrancos y barranqueras malformaciones referidas a pronombres y personas verbales como los “incultimos” “ustedes”, “les”, “cojan” usados en Canarias. Construcciones, claro, heredadas de analfabetos padres, iletrados abuelos y demás indocta familia pervertidos todos lingüísticamente por escritores como García Márquez, Vargas Llosa…, premios nobel en quienes dominan los vicios denunciados por el academizable enseñante”. En la página 94: “Cada año, en las recepciones palaciegas [Palacio Real] los mortales varones siguen curvando la cerviz o cogote como acto de vasallaje y sumisión; y ellas doblan las rodillas mientras reverencian cursis y ridículos saludos… y muy peligrosos: a veces ha sido necesaria la acción de una grúa para enderezar a la señora cortesana, cuya artrosis emotiva le ha paralizado la pierna y no la endereza”. Y en la página 196: “En Canarias -frente a gases estomacales- hay gente más tímida y retraída en las tales acciones: son los bufadores, es decir, quienes expelen bufos (“se bufian”), pero sin roncos y retumbantes ruidos. Se detectan golisniando, eso sí, y a veces producen desarretos en quienes reciben tales impactos e, incluso, desequilibrios emocionales (“¡Los bufos del pariente la endurmieron!”). No es difícil vislumbrar en este estilo y en esta vena irónica de Nicolás Guerra la huella de un Pancho Guerra y, sobre todo, de un Alonso Quesada, que han marcado el estilo de tantos escritores y humoristas grancanarios.
En cuarto lugar, caracteriza a los artículos que presentamos la proximidad o familiaridad que manifiesta siempre el autor con su interlocutor o destinatario, al que apela sistemáticamente de forma cariñosa (“Vaya por delante, estimado lector, una verdad estética” (p. 139); “Nuestra lengua, estimado lector, goza de buena salud” (p. 255), para captar su benevolencia y predisponerlo a la aceptación de su mensaje. Y es lógico que sea así, pues gran parte de las experiencias que se cuentan en los textos forman parte de la vida personal del autor y, en muchas ocasiones, hasta del lector. “Cuando en el aula pregunto (a mis alumnos) qué haría un mudo para pedir unas tijeras, inmediatamente todos colocan las manos en posición horizontal y golpean varias veces el dedo índice sobre el central. Así, imitan sus movimientos. Insisto: y si el comprador es paralítico de ambas manos, ¿cómo las pediría? Ahí ya quedan desarmados y tardan en reaccionar, pues deben cambiar mentalmente de registro” (p. 212). “Si quiero perderme en una ciudad desconocida sigo las indicaciones de un lugareño despistado al que pregunto sobre un sitio poco turístico. Sus manos, entonces, harán giros, subidas, bajadas, cortes, bifurcaciones… hasta liarme, salvo que sea un señor mayor al que le pregunto por una taberna con buenas tapas (prudente interrogatorio que practico cuando viajo por las Castillas, Andalucía, Extremadura…). Entonces no hacen falta gestos, solo una elemental cadena fónica. “Los voy a acompañar y así aprovecho y me tomo un vinito”. Y acierta el muy puñetero y lo invito, como en Ciudad Rodrigo, la ciudad de Mari Luz de Luis, o en Zamora, como hace un par de días, o en Málaga…” (p. 213); “La tan esperada carne de ave no era pollo, gallina, pato, tucán o codorniz, sino sencillamente jamonilla de la famosa casa danesa Plumrose, muy familiar en Gáldar para bocadillos, frita o a la plancha. También en Telde, bocata predilecto del profesor Victoriano Santana Sanjurjo durante su primera juventud faycanera” (p. 269). De antología son en este apartado los artículos dedicados a la vida de los playeros “Impertinentes madres y abuelas en la marea” y “Comportamientos humanos en la misma orilla”, que casi constituyen por sí misma un género literario en la producción de nuestro autor.
En quinto lugar, y en la misma línea que lo anterior, destacan en estos artículos la indignación o complacencia según los casos, que manifiesta nuestro autor respecto de los acontecimientos que lo ocupan y preocupan: el abandono del español de Canarias, la carencia de juzgados en España, el abuso en el uso de las mayúsculas, la desaparición del muelle de Sardina del Norte, el abuso de anglicismos en español, la cursilería del llamado Día de Canarias. Así, respecto de la falta de atención al español de Canarias en los currículos académicos, manifiesta Nicolás Guerra que “es directa responsabilidad del Gobierno de Canarias todo lo que se refiere a la política educativa en la (in)sensibilización ante nuestras modalidades lingüísticas, siempre entre penumbras e, incluso, con ausencia de proyección identitaria. La ACL no es consultada por los responsables de los planes curriculares. La disfunción es absoluta” (p. 82). Respecto de la falta de juzgados en España: “Sí, estoy encochinado, cabriado, hastiado, emputado. Y me afecta que la justicia española necesite todavía mil quinientos juzgados para ser un país europeo” (p. 143).
Respecto del abuso de las mayúsculas: “Otra ridiculez mayúscula es la construcción “nombrar Jefe de Mi Casa” [del rey]. ¿A santo de qué la mayusculización del cargo (“Jefe”) y del posesivo (“Mi”), referido a la primera persona? ¿Y por qué “Casa”? Porque, si lo que se pretende con tal ñoñez es que se recuperen las viejas tradiciones de siglos extemporáneos podrían empezar con un rotundo y marcador “Nosotros” (normalmente “Nos”), aquel plural mayestático que indica poder” (p. 94).
Respecto de la desaparición del muelle de su Sardina del Norte: “La misma indignación, los mismos impactos personales experimenté cuando se cargaron el último muelle en Sardina del Norte -el “del Estado”- con inmensos bloques de cemento -miles de kilos cada uno- depositados desde el fondo marino hasta las celestiales alturas, como si se tratara de una exposición cubista homenaje a la brisa marina” (p. 100). Respecto del abuso de anglicismos en español: “No hay nada, sin duda, como vivir en una ciudad poliglotizada o, al menos, anglotizada, tal es nuestra tradición. Daba gusto ir por Triana y observar cómo la fauna canariona que la ocupó en estos días -la excusa era la Feria del Libro, ¡en castellano!- entiende absolutamente todo lo que lee en inglés, ya sea en los carteles que colgaron de las lighthouses (vulgo: “farolas”), ya en fachadas comerciales o en folletos. Un pueblo que sabe idiomas es un pueblo con otra mentalidad, sin duda, como pasa en nuestra isla” (p. 116). Y respecto del día de Canarias: “No obstante, y aunque solo es la víspera, ¡ya están emocionados del carajoparriba! Mañana es día de gloria en toditas estas islas. Por una vez al año muchos canarios ya academizados por la Consejería usarán vulgarismos y expresiones populares, como si tales presencias definieran nuestra habla canaria” (p. 162). De todas formas, las críticas más acerbas se las llevan aquí la irracionalidad de confundir lo lingüístico con lo extralingüístico. De ahí los dardos afilados que lanza contra todos aquellos que confunden el género gramatical con el sexo, tan de moda en el mundo moderno.
Y en sexto lugar, se caracteriza el libro que presentamos por el escrupuloso respeto que manifiesta siempre el autor por la opinión de los que no piensan como él, no regañando, ridiculizando o insultando, como suelen hacer los columnistas puristas, sino simplemente argumentando: “La señora ministra, en fin, reivindica con todo su derecho la diferencia hombre/ mujer dentro de la Constitución. Sería un proceso arduo y largo en el tiempo, pero no imposible. Si los hablantes -únicos propietarios- lo imponen, así será” (p. 218). “En un extremo mucho más alejado de los usuarios se encuentran “elle”, “nosotres”,“nosotrexs”, “elles”, “ellx”, “todes”, “ell@s”, “todxs”, “chiques”, “chicks”, etc. Bien es cierto: obedecen a justas reivindicaciones socio-personales, pero lingüísticamente les auguro difícil porvenir desde mi perspectiva profesional… y treinta y siete años en el aula” (p. 229). No se trata, por tanto, de una actitud censora, como la de los puristas, sino de una actitud comprensiva o irónica, según se acepten o rechacen los argumentos que se presentan o discuten.
Libro, por tanto, dulce et utile, que es lo que caracteriza, como decía Horacio en la antes citada Epistola, a toda buena obra literaria: dulce, porque le alegra las pajarillas al lector, y utile, porque lo instruye.
Es evidente, pues, que no es Nicolás Guerra uno de esos vulgares columnistas de temas lingüísticos que se limitan a zaherir al prójimo cada vez que este emplea alguna palabra, expresión o pronunciación que no aparece recogida en el Diccionario, la Gramática y la Ortografía de la Academia, práctica tan frecuente incluso en autores cultos, como Lázaro Carreter, Ramón Carnicer, José Moreno de Alba y Álex Grijelmo, por ejemplo. Tampoco se trata de uno de esos ingenuos columnistas que subliman toda expresión local sea real o no y venga a cuento o no, sin explicar su peculiaridad idiomática, que es lo que hacen gran parte de los folcloristas y apasionados de las cosas de la tierra que escriben en periódicos y otras obras impresas. En realidad, Nicolás Guerra entra dentro de la categoría de los columnistas científicos, que son aquellos que, dejando al margen toda concepción normativa o valorativa de los hechos que centran su atención, se limitan a describirlos objetivamente, según férreos principios idiomáticos o culturales, como hacen Miguel de Unamuno, Ángel Rosenblat y en parte también Julio Casares en sus columnas o artículos de temas lingüísticos. Que se trata de construcciones particulares como habíamos muchos alumnos en clase, no quiero más nada o lo más que me gusta es leer; de palabras como alongarse, guagua o perinquén; o de pronunciaciones como haiga, entodavía, entaúra o derriba, pues se analizan objetivamente, como si no hubiera otras que ellas en el mundo. En esta vocación de objetividad y en la excelente calidad literaria de sus ensayos radica la grandeza del catauro que tenemos el gusto de dejar presentado ante ustedes.
MARCIAL Morera Pérez, catedrático de Filología Española de la Universidad de La Laguna
Miembro cofundador de la Academia Canaria de la Lengua
Ha dirigido el Instituto Universitario de Lingüística Andrés Bello (INULAB)
Director de la Cátedra Miguel de Unamuno
Premio de Periodismo “Leoncio Rodríguez”
Premio Extraordinario de Licenciatura de la Universidad de La Laguna
Autor de una muy extensa bibliografía
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