Un sistema que desalienta a profesores - por Nicolás Guerra Aguiar
Un sistema que desalienta a profesores - por Nicolás Guerra Aguiar *
Como poco, estimado lector, resultan llamativos y preocupantes los agotamientos, las desmoralizaciones y frustraciones profesionales de un buen número de profesores. Estos, muy a su pesar, perdieron la gran ilusión de su actividad laboral. (Para otros -haberlos, haylos- sigue siendo la máquina expendedora de nóminas mensuales. Relajación, distensión, laxitud: “La vida es breve, ya verás”.)
Y es que -me avalan experiencias personales y ajenas- las clases no matan confianzas en uno mismo, pero sí pueden malograr buenas intenciones, proyectos. Y a veces se experimentan soledades, sorprenden etéreas sugerencias opuestas a principios éticos como, por ejemplo, regalar el aprobado. ¿Por qué, si no, a muchísimos profesores vocacionales les encantaría estar ya cerca de los sesenta años para reclamar el urgente retiro?
El enseñante A.A. está a punto de jubilarse. El primer día de sus sesenta años abandonará el aula, y eso que siempre quiso ser profesor... Fue feliz hasta hace unos trienios. Hoy, dice, a veces “Importan más ciertos temas transversales -ideología de género, por ejemplo- que la expresión oral y escrita”. Y en momentos el rendimiento y la calidad educativa caen en picado, se extiende “el desinterés por parte del alumnado”.
Las metas inicialmente marcadas también se desmoronan ante la pasividad de la sociedad… y de padres, ajenos a su obligación. (Pero eso sí, añado: para “el cumple” el mejor móvil del mercado, la más sofisticada tableta..., hipotéticos enemigos a ciertas edades.) Cuesta trabajo digerir tales situaciones, desaniman. Y afectan, también, los cambios constantes de modelos educativos, la excesiva burocratización, los informes que nada resuelven...
No obstante, hay muchos jóvenes excepcionales. (Leí una carta enviada por una exalumna años atrás desde Inglaterra. Le agradece que por su insistencia, trabajo profesional y preocupación logró el título de maestra... ¡a pesar de que algunos le habían recomendado que no iniciara los estudios de Bachiller!)
B.B. también ejerce. Y recrimina a la Universidad su alejamiento como primordial referente cultural “más allá de un lugar de investigación”. La institución olvida algo fundamental: los alumnos reclaman enseñanza, saber, aprendizaje, pues solo un mínimo de ellos se dedicará a la indagación. (Por cierto: ¿qué lugar ocupan las universidades canarias en el listado general de las españolas si atendemos a la calidad de la enseñanza?)
C.C. espera estar fuera de la docencia en pocos meses, pero no de la enseñanza. Aún es joven, sigue con grandísimas ilusiones, le apasiona la literatura. Pero nadie quiere leer, sus alumnos -salvo excepciones- no sienten el mínimo interés ante cualquier libro. (Si la literatura no es lectura, pedagogía, comentarios, recreación o acicate, ¿cuál es su razón de ser?)
Jóvenes de hoy: ¿Una generación sin libros? José Luis Rozalén
Miro la foto y retrocedo cuatro decenios, aunque rechazo la aparente afirmación manriqueña de que “cualquiera tiempo pasado fue mejor”. Corresponde a un grupo de segundo de bachillerato, el periclitado BUP. (Son alumnos de Latín, asignatura racionalmente obligatoria y a través de la cual, por ejemplo, se accedía científicamente al conocimiento de nuestra lengua. Hoy solo es “de especialidad”.)
Para situarnos tras casi infinitas transformaciones, a continuación cursaban el 3º y el COU, Curso de Orientación Universitaria organizado en distintas opciones con una materia obligatoria: Lengua Española. Al cabo del tiempo y mucho trabajo, buena parte de los alumnos había aprendido a pensar, a deducir, a concluir por sí misma e incluso, algunos, a crear (tampoco era la perfección absoluta, bajemos a la realidad). (Añado: la Literatura Española del siglo XX de COU fue la más honesta, rigurosa y pedagógica programación para preuniversitarios. Creó apasionados lectores.)
El actual curso académico (23/24) dista exactamente cuarenta años del correspondiente al 83/84, al cual pertenecen estos jóvenes del instituto Pérez Galdós. Uno de ellos y yo nos encontramos hace poco. Hoy profesor, inmediatamente compara: “¡Cuánta diferencia entre mi Bachillerato y lo actual, cómo me enseñaron a estudiar… algunos profesores! Otros nos revelaron la manera de cogerle manía a ciertas materias!”. (No obstante, insisto: este alumno triunfó. Muchos abandonaron. No hay sistema perfecto. Pero no obsesionaba la jubilación como tabla salvadora.)
El instituto, por tales años, iniciaba una nueva andadura bajo la dirección de Jesús Torrent Samperio. Su planteamiento se fundamentaba en un principio pacíficamente revolucionario: debíamos adaptarnos a la novísima sociedad recién salida de las cavernas fascistas y ansiosa de cultura, pensamiento, libertad. (Nueva andadura y ajustes, por cierto, no aplaudidos por abrumadora mayoría del claustro pero sí, curiosidad, aceptados por los padres.)
Lo adelanté casi desde el principio: soy exprofesor, lo cual no me impide observar serenamente desde fuera y conocer el día a día de nuestros centros a través de rigurosas fuentes de información: docentes. Y así, vengo a confirmar que mi adelantada y voluntaria jubilación a los sesenta y poquitos años fue acertada: el sistema público empezaba a mostrar signos de cierto debilitamiento, inicial decadencia no sé si intencionadamente política. Pero la política educativa estaba en manos de personas (quizás no las más apropiadas). A algunas traté cuando me llamaron a explicar ciertas calificaciones finales negativas (jamás me preguntaron las razones de varios sobresalientes, varios).
Como si se tratara del principio físico de Newton (acción–reacción), reaccioné. Y, consecuentemente, desde el mismo 2008 publiqué en LA PROVINCIA – DLP (¡senkiuses y mercís, don Ángel Tristán!) varios artículos. Intenté llamar la atención sobre apariencias de excesiva flexibilidad, acaso cambados caminos frente a unas vías a la vez serenas pero firmes y necesarias como, por ejemplo, el sentido de la autoridad (ajena, claro, al autoritarismo o absolutismo profesoral, reminiscencias de tiempos ajenos a los nuevos momentos).
Así, por ejemplo, destaco de uno (“No es así, señora consejera”) lo siguiente: “Hable con los alumnos, no tienen un pelo de tontos. Dígales que sólo tienen derechos, que las obligaciones son para los adultos”. De otro (“No estudie: reclame”): ”De la más absoluta indefensión del alumno ante arbitrariedades cometidas por un buen número de profesores en tiempos pretéritos se ha pasado al otro extremo, pues el docente ha de demostrar su no culpabilidad ante una reclamación del sufrido discente que no dio puñetero golpe a lo largo del curso”.
Hablo hoy, pues, con conocimiento de causa. Conecté con varios profesores de esos que uno quisiera para sus hijos: rigurosamente preparados, serios, responsables, conocedores de la realidad social y comprometidos con la enseñanza. En ellos y otros miles permanece la vocación, son grandes profesionales. Pero sus palabras rebosan decepciones, desilusiones, desencantos… Tocan retirada.
¿Fracaso total, pues, del sistema actual? Si “el 43% de los profesores estaría dispuesto a cambiar de profesión” (Cadena SER, 4/10.), ¿urge, entonces, una profundísima reestructuración con la implicación directa de las partes interesadas? La primera, el profesorado (máximo conocedor de la REALIDAD INTERNA DEL AULA, sistemas, programas). La segunda, los padres y sus responsabilidades. La otra, la Administración sin prepotencias de algunos gabinetes, con humildad, distinguiendo entre planteamientos teóricos de despachos y la realidad interna del aula. (Y algo fundamental: la democratización del sistema para el cargo de director.)
* Gracias a Nicolás Guerra Aguiar