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domingo, 28 de abril de 2024 12:59h.

Samir Amin: Eurocentrismo enfermedad congénita del capitalismo - por Mónica Quirico

 

FR M Q S N
Federico Aguilera Klink recomienda este análisis de Mónica Qurico que evidencia como Samir Amín ya vaticinaba en 1988 lo que iba a ocurrir y bestá ocurriendo en estos momentos, el fin de la era del eurocentrismo con el que Occidente ha abusado del resto del mundo

Samir Amin: Eurocentrismo enfermedad congénita del capitalismo - por Mónica Quirico, investigadora de Historia de la Universidad de Estocolmo

OBSERVATORIO DE LA CRISIS

 

Al igual que Samir Amin,  nos corresponde sacudirnos de esa izquierda que se rasga las vestiduras por el regreso del fascismo a Europa, olvidando que para la mayoría de los pueblos del planeta la opresión, la discriminación y la pobreza han sido la norma de su historia durante siglos.

SAMIR AMIN

Hace treinta y cinco años (1988) se publicaba Eurocentrismo, de Samir Amin (1931-2018), que, cuestionando la representación dominante de la historia y la cultura occidentales, contribuía a innovar radicalmente las categorías interpretativas del capitalismo.

En una época marcada por los movimientos y partidos identitarios (en Occidente como en otras partes) la historia pareció primero «terminar», con el hundimiento del socialismo real, y luego retroceder hacia la barbarie generalizada, con el atentado contra las torres gemelas tomado como pretexto por Estados Unidos para imponer su control militar sobre todo el planeta; una involución que para Amin no es en absoluto una sorpresa: «la ideología burguesa, que en un principio propugnaba ambiciones universalistas, ha renunciado a ellas para sustituirlas por el discurso posmodernista de las ‘especificidades culturales’ irreductibles (y, en forma vulgar, del inevitable choque de culturas)» .

En su Introducción, Giorgio Riolo recorre la vida de Amin desde su nacimiento en Egipto hasta sus estudios en Francia, su país de adopción. El joven investigador, que se afilió al PCF en París, se encontró trabajando en su tesis doctoral en un momento en que la Conferencia de Bandung (1955) y, posteriormente, la Conferencia de Belgrado (1961) ponían en el orden del día el proceso de descolonización y, al mismo tiempo, el surgimiento del movimiento de los países no alineados.

Así pues, se hace urgente un debate sobre las causas del «atraso» (en terminología occidental) del Sur Global. Amin es, junto con Giovanni Arrighi, André Gunder Frank e Immanuel Wallerstein, uno de los fundadores de la escuela que considera el capitalismo como un sistema global, cuyo centro (Occidente) prospera impidiendo el desarrollo de los países periféricos para extraer valor de su fuerza de trabajo y saquear sus recursos naturales.

Sin embargo, en comparación con los demás progenitores de esta corriente de estudios, Amin es el que más se mantiene anclado a las herramientas conceptuales acuñadas por Marx (en particular, las de modo de producción y formación social), aunque reubicándolas en una dimensión global. Además, a diferencia de Wallerstein, se niega a considerar la periferia del mundo como una mera variable dependiente del centro: de hecho, el capitalismo engloba formaciones sociales que, aunque sometidas a las leyes del mercado mundial, ven la supervivencia de modos de producción precapitalistas.

En obras como Acumulación a escala mundial. Crítica del subdesarrollo (1970) y El desarrollo desigual (1973), el economista franco-egipcio desarrolla la tesis de que la brecha entre Occidente y los países periféricos no es en absoluto atribuible a un atraso de estos últimos, sino que constituye la condición necesaria para la existencia misma del orden basado en el mercado.

Proponer corregir el desequilibrio adoptando en el Sur con políticas que sigan el modelo de los países occidentales resulta, pues, desconcertante. El planteamiento de Amin, que causó revuelo a principios de los años setenta, parece obvio hoy en día, al haber sido asumido por un amplio espectro de estudios (sociológicos, feministas, económicos). ¿Lo es realmente? Las políticas financieras de las organizaciones transnacionales, e incluso la ayuda humanitaria, siguen estando modeladas (en términos económico-sociales, culturales y «morales») a partir de los puntos álgidos de los beneficios del sistema capitalista. Los resultados son bien conocidos.

En el capítulo I de Eurocentrismo, dedicado a Modernidad e interpretaciones religiosas, Amin analiza el concepto de modernidad surgido de la Ilustración, que, a diferencia de las culturas anteriores, reconoce al hombre la capacidad de hacer su propia historia; esta libertad, sin embargo, está viciada por la subordinación a las exigencias del capitalismo.

La «razón emancipadora» es en realidad una razón burguesa, con determinaciones temporales y geográficas precisas; identifica la libertad con el mercado y, en el plano político, con la democracia, que – a pesar de la retórica triunfalista – es sic et simpliciter un sistema en el que el Estado tiene una función accesoria a los imperativos de la economía.

En la deriva representada por la «ideología libertaria de derechas» (Hayek), desaparece toda pretensión: los seres humanos siguen siendo los creadores de su propia historia, pero el teatro en el que se mueven es una jungla. Es la era de la americanización del mundo. Se impone una razón degenerada y destructiva, que no sólo renuncia a cualquier atisbo de emancipación, sino que asume la función – escribe Amin en términos incisivos- de una «empresa de demolición de la humanidad» y de todo el planeta.

El marxismo es la herramienta para entender el mundo y transformarlo, siempre y cuando – en este punto insiste el autor – comencemos desde Marx, en lugar de re-proponer mecánicamente sus análisis. De Marx, sin embargo, Amin retoma la centralidad del binomio estructura-sobre-estructura, depurándolo de las tentaciones deterministas que han marcado su uso y convirtiéndolo en la brújula del estudio no del mero modo de producción, sino de las formaciones sociales en su totalidad, resultado de la relación dinámica entre la instancia económica, política y cultural-religiosa.

Con un sólido conocimiento de la historia de las religiones y de la filosofía (y, por supuesto, de la historia africana), Amin investiga el papel que las distintas religiones y culturas han desempeñado en relación con el desarrollo del capitalismo.

Una operación decididamente sui generis, en la historia del marxismo, que lleva al autor a desmontar el mito del cristianismo en general o de una declinación específica del mismo (la Reforma protestante) como forjadores de la modernidad capitalista, en virtud de peculiaridades – ausentes en otras religiones – que habrían dado lugar al «milagro europeo». En todo caso, lo cierto es lo contrario, observa el autor: las religiones, todas ellas, se ajustaron a las necesidades del modo de producción capitalista, pero lo hicieron de diferentes maneras, como ilustra Amin en su reconstrucción de la relación entre las tres religiones monoteístas y el contexto político-económico de la época.

¿Por qué Europa rompió con el modo de producción tributario y el mundo musulmán no? A esta pregunta, los occidentales responden señalando con el dedo las especificidades de un tema también agitado por lo que Amin denomina islam político, expresión que agrupa tanto a moderados como a fundamentalistas; entre ambos grupos, el autor no ve ninguna distinción sustancial, imputando a ambos una forma de «eurocentrismo invertido».

La razón por la que la modernidad (capitalista) no se ha hecho realidad en los países musulmanes, como en otras zonas del sur global, es que el capitalismo exige la existencia de un centro y unas periferias subordinadas. Maniobrados por burguesías nacionales cómplices y serviles de las clases dominantes europeas y norteamericanas, los fundamentalistas (incluida la República Islámica de Irán) culpan de la degradación de sus países a Occidente, sin cuestionarse nunca la verdadera causa de su subalternidad, el capitalismo.

En cuanto al cristianismo, no creó la sociedad burguesa; más bien, demostró ser más adaptable, en virtud de dos ausencias : la renuncia a construir el reino de Dios en la tierra y la falta de una traducción jurídica de los principios del Evangelio.

En resumen, «los dos discursos del capitalismo globalizado y del islam político no están en conflicto, sino que son perfectamente complementarios». Ambos neutralizan las contradicciones de clase desplazando el plano del enfrentamiento a la incompatibilidad de supuestas «identidades» colectivas. Por lo tanto, la élite occidental y, en particular, la estadounidense, tienen todo el interés en fomentar el fundamentalismo islámico (como hemos visto en Afganistán): no sólo garantiza que los pueblos periféricos sigan sometidos al capitalismo mundial, sino que siempre puede utilizarse como pretexto para legitimar las intervenciones militares en el extranjero y la mano dura contra los musulmanes en casa.

En el capítulo II, Para una teoría de la cultura. Crítica del eurocentrismo, el autor presenta su innovadora lectura de la historia global. Es necesario desandar la historia, o más bien las historias, de las distintas áreas geográficas para comprender los tiempos, modos y peculiaridades con que el capitalismo se afirmó allí, en lugar de despachar la cuestión con la supuesta primacía cultural de Occidente, que explicaría su temprano desarrollo. Amin apunta a las dos declinaciones de la historiografía eurocéntrica, que, en su aparente antagonismo, comparten un planteamiento teleológico, aunque con enfoques diferentes.

La primera es la liberal, que establece una continuidad entre la edad clásica (el mundo grecorromano, arbitrariamente identificado con Occidente y opuesto a Oriente), la edad feudal (cristiana) y el advenimiento del capitalismo. La segunda es la de matriz marxista, conocida como teoría de las etapas, presente en los escritos de juventud de Marx y Engels (atentos después a análisis históricos más articulados) y canonizada más tarde por los partidos comunistas y los teóricos marxistas más allá de los ortodoxos.

Aunque Amin no es ciertamente el único que se distancia de la idea de que la historia humana parte de formas primitivas de comunismo, pasa luego por la esclavitud y el feudalismo y llega finalmente al capitalismo, la reconstrucción alternativa de la historia global que ofrece en Eurocentrismo encierra un desafío no sólo al dogmatismo de la vulgata marxista, sino a la historiografía tout-court.

Si la noción de comunismo primitivo ya ha desaparecido para dejar paso a la de comunitarismo (red de pequeñas comunidades cimentadas en el parentesco), la operación más disruptiva es la marginación geográfica y cronológica del feudalismo, incluido en el más amplio modo de producción tributario, cuyos elementos caracterizadores son una estructura política centralizada que extrae el excedente económico de un espacio agrario y el papel ideológico legitimador de las grandes religiones.

La categoría acuñada por Amin engloba tanto el modo de producción marxiano asiático (Egipto, India, China), que constituye su núcleo, como el feudalismo europeo, que del modo de producción tributario aparece como un capítulo marginal en comparación con la longevidad de los sistemas tributarios africanos y asiáticos. Si Marx se limitó a esbozar el modo de producción asiático, en Eurocentrismo se sitúa en el corazón del sistema tributario, la ruptura hecha con la periodización tradicional: la cesura entre la Antigüedad y la Edad Media (situada por la historiografía eurocéntrica al final del Imperio romano de Occidente) se retrotrae a la época de la unificación helenística de Oriente (c. 300 a.C.).

Manteniendo la centralidad de la estructura económica en la interpretación de los procesos históricos y sociales, Amin propone una tipología dualista de los modos de producción que pasa del concepto de totalidad al de dominación: mientras que en los sistemas precapitalistas la explotación de las clases subalternas es directa, inmediatamente visible y la instancia dominante es la político-ideológica, en el capitalismo la explotación queda, por así decirlo, enmascarada por el contrato entre patrón y proletario y por la intangibilidad de la plusvalía. En él, es la instancia económica la que gobierna directamente las sociedades, a través de una mercantilización universal que abarca incluso la fuerza de trabajo.

Tras analizar la evolución de la cultura y la religión (estrechamente entrelazadas) en las sociedades tributarias de las distintas zonas del mundo, en el capítulo III, La cultura del capitalismo, Amin rastrea la unificación forzada del globo por el capitalismo, al que corresponde una Weltanschauung (Razón) sólo formalmente universalista.

De hecho, la globalización no implica en absoluto la homogeneización: un mundo en el que nueve mil millones de personas disfruten del nivel de vida de los occidentales es sencillamente inconcebible; al contrario, el sistema exige la polarización entre centro y periferia y la eliminación (manu militar o mediante el chantaje del Fondo Monetario Internacional) de aquellos países que se resistan a la (falsa) globalización. «La ideología dominante legitima así tanto el capitalismo como sistema social como la desigualdad mundial que lo acompaña. […]

El mito pro-cristiano, el mito del antepasado griego, la construcción antitética y artificial del orientalismo connotan el nuevo culturalismo europeo y eurocéntrico, condenándolo irremediablemente a aceptar su alma maldita: el racismo inerradicable«. Amin va más allá: el nazismo, lejos de ser una aberración de la historia, es una posibilidad siempre presente.

Ante el fracaso de una auténtica globalización, que por su propia naturaleza el capitalismo no puede lograr, so pena de su colapso, los seres humanos reaccionan con saltos de identidad, en conflicto unos con otros, mientras la naturaleza se destruye irremediablemente.

¿Qué contribución pueden hacer Marx y Engels a un análisis de lo que es realmente el capitalismo, es decir, global pero polarizado? En este capítulo, el juicio de Amin es más severo que el expresado en el capítulo I, en el que se atribuye a Marx haber captado en algunos escritos cómo la polarización entre centro y periferia es intrínseca al capitalismo, y por tanto no superable.

En cambio, la opinión predominante aquí es que Marx no se ha liberado del optimismo evolucionista inspirado en la Ilustración de su época, lo que explica su creencia en la tendencia hacia la homogeneización (es decir, la europeización) del mundo, con los países «atrasados» poniéndose al día a lo largo de una trayectoria lineal.

Esta será la interpretación predominante en la Segunda Internacional. Para ir más allá de Marx, Amin propone convertir su ley del valor (esculpida en el punto más alto del sistema capitalista, el occidental) en la «ley globalizada del valor», que daría cuenta de una doble polarización la existente entre el centro y las periferias y la existente en el interior de las periferias; mientras que en los países centrales el consentimiento a la democracia burguesa se «compra» con un aumento constante de los salarios, en las periferias sólo las burguesías vasallas del centro ven aumentar su nivel de vida, recurriendo a regímenes autocráticos para sofocar el descontento de la población.

¿Qué hacer? El capitalismo no es el destino de la humanidad, sino un paréntesis. Sólo puede liberarse de él mediante una operación que el autor define alegremente como «desvinculación» del centro del sistema de los pueblos de las periferias del mundo.

La propuesta de Amin es el resultado natural de una teoría que gira en torno a los conceptos de desarrollo desigual e imperialismo (tomados de Lenin). Las revoluciones nacionales de las periferias, con la formación de Estados verdaderamente autónomos, es sólo el primer paso de una transición del capitalismo global a un socialismo inevitablemente global (el distanciamiento del estalinismo, que también es constantemente criticado en la producción de Amin, y del operaísmo tout court, es evidente aquí); una transición que inevitablemente será larga y no programable. Por otra parte, la alternativa es «la barbarie capitalista eurocéntrica» .

Amin no fue sólo un teórico; participó activamente, como relata Riolo, en la fundación y actividades del Foro Mundial de Alternativas, donde planteó con contundencia los problemas que plantea el desarrollo desigual, empezando por la cuestión campesina, inseparable de la medioambiental; también combatió el fuego amigo, el eurocentrismo de las influyentes ONG occidentales que se habían sumado al Foro: una deriva que le llevó a reclamar el lanzamiento de una Quinta Internacional.

Con esa experiencia se cierra el capítulo V, Por una visión no eurocéntrica de la historia, en el que el autor resume su contribución al debate global sobre el capitalismo, afinando aún más su análisis histórico de los distintos modos de producción (y del papel del Estado-nación), al tiempo que responde a las críticas que le dirigen los exponentes del marxismo occidental.

Eurocentrismo es un ensayo que no resulta fácil de leer tanto por el estilo como por la forma de abordar los temas, que vuelven varias veces en los distintos capítulos pero desde ángulos diferentes. El lector no encontrará la genealogía de los conceptos que emplea Amin (las deudas con Gramsci, Althusser y Poulantzas, entre otros, son evidentes pero no se explicitan): el suyo es un texto militante, no de marxología, a la que el autor dirige algunas púas. Hoy destacan algunas deficiencias en su planteamiento. Aunque condena repetidamente la condición de la mujer en el Islam, el autor no hace del patriarcado un elemento constitutivo de la explotación capitalista. Un cierto desconcierto (para los que conocen la pasión política de Amin) es provocado por el tono un tanto aséptico del escrito.

También hay que señalar que fenómenos de época como la extrema financiarización de la economía y el impacto social y antropológico de la digitalización y la automatización están ausentes de las partes añadidas para la segunda edición (aunque Amin es muy consciente de que las finanzas y la tecnología son dos de las herramientas que utiliza el centro para mantener subyugadas a las periferias).

Aun con estas limitaciones, Eurocentrismo destaca por la capacidad del autor para captar, ya en 1988, fenómenos que sólo se desplegarían plenamente en las décadas siguientes, como la formación de un mundo multipolar (condición necesaria, para Amin, para una transición al socialismo) y la resistencia que Estados Unidos opondría a ello, así como la dramática relevancia de la cuestión campesina, de esa fractura metabólica entre humanidad y naturaleza que Marx trató en su obra magna, El Capital como presagio potencial de la destrucción de la vida en el planeta.

Además, aquellos que todavía reconocen el valor heurístico, y político, del materialismo histórico no pueden dejar de apreciar una redefinición de las categorías marxianas que, purgadas del defecto eurocéntrico, se vuelven totalmente necesarias para estudiar el «capitalismo realmente existente» en la actualidad.

La petición de Amin de ser enterrado en el Père Lachaise de París, junto a comuneros y combatientes de las Brigadas Internacionales en la Guerra Civil española, representa el último acto de su internacionalismo imperecedero, que nos corresponde asumir, sacudiéndonos a esa izquierda que se rasga las vestiduras por el regreso del fascismo a Europa, olvidando que para la mayoría de los pueblos del planeta la opresión, la discriminación y la pobreza han sido la norma de su historia durante siglos.

* Gracias a Mónica Quirico, a OBSERVATORIO DE LA CRISIS y a la colaboración de Federico Aguilera Klink

https://observatoriocrisis.com/2023/10/06/samir-amin-eurocentrismo-enfermedad-congenita-del-capitalismo/

OBSERVATORIO DE LA CRISIS

 

 

mancheta oct 23