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jueves, 25 de abril de 2024 09:47h.

Serena decisión que implica la muerte - por Nicolás Guerra Aguiar

 ¿Puede considerarse como un gravísimo atentado a la condición humana que el intenso amor de unos padres los lleve a exigir la muerte para una hija que está empezando a ser en la vida?

Serena decisión que implica la muerte - por Nicolás Guerra Aguiar *

   ¿Puede considerarse como un gravísimo atentado a la condición humana que el intenso amor de unos padres los lleve a exigir la muerte para una hija que está empezando a ser en la vida? ¿Hay sensibilidad entre los nuestros como para entender que reclamemos para un hijo la inasistencia médica cuando ya su recuperación es absolutamente imposible y depende de un tubo que lo mantiene con vida, si aquello es vida, que lo dudo, acaso muerte viviente? ¿Pueden resultar excesivamente rigurosos quienes, tal vez en posicionamientos ideológicos más próximos a ortodoxias radicales, reclaman el mantenimiento de un cuerpo que ya ha dejado de pensar, de razonar, de tener capacidad de comunicación?

   Y llevando el planteamiento a extremos, ¿quién tiene más sensibilidad humana? ¿Aquella persona que apoya a los padres cuando reclaman la eutanasia para su hijo o, por el contrario, quienes llevados por cuestiones religiosas defienden que la vida solo es de Dios -¿el Dios vengativo del Antiguo Testamento?- y que dejará de ser vida cuando él lo decida? ¿Puede rayar en el fanatismo –en este caso, tal vez ciegamente dominado por creencias religiosas- aquella persona que exija y reclame la intervención médica hasta el último suspiro, por más que lo único que se consigue es alargar la agonía, continuar con el dolor, trastocar más la mente de su familia?

   Andrea ya ha dejado la tragedia de su vida. Al fin, por fin, descansó. Y sus padres, aunque parezca impactante y desestabilizador que unos padres encuentren su equilibrio emocional con la muerte de una hija, en este caso de 12 años.  Porque Andrea fue una niña gallega que sufría una enfermedad degenerativa: esta deterioraba a pasos agigantados el cuerpo y la clarividencia de un ser físicamente vivo pero atrofiado para siempre y ante el cual la ciencia médica ya nada podía hacer.

   Y cuando se dio el parte final y definitivo con el que se anunciaba la imposibilidad de salvarla surgió el primer enfrentamiento entre los progenitores (reclamaban la sedación y la desconexión de lo que llaman “el soporte vital”) y los rigurosos cumplidores de la “ley gallega de muerte digna”. (“Dignidad” la de aquella ley, por cierto, que no llego a entender en cuanto que se habla de una niña ya en estado degenerativo final y con terribles dolores que duelen en los sentimientos de sus padres.) 

   Interviene la señora consejera de Sanidad. Defiende la libertad de los médicos y la imposibilidad de reclamarles la eutanasia activa. El Parlamento gallego había aprobado, desde la lejanía y la teoría, e incluso –estoy convencido- desde posicionamientos ideológicos, la ley con la que consideran que se defienden principios éticos y la dignidad del moribundo: será exquisitamente atendido y sedado para paliar el sufrimiento. Todo, pues, con respeto a la legalidad vigente y a los principios éticos del cuadro médico.

   Frente a legalismos y consideraciones políticas, éticas y deontológicas, distintas asociaciones en defensa del derecho a una muerte digna lo reclamaron para Andrea en cuanto que desde su punto de vista la legislación no es tan radicalmente ortodoxa como el posicionamiento del Hospital y de ciertos médicos que la atienden.  La conclusión es tajante: los padres de Andrea tienen derecho a ser atendidos en su petición en cuanto que desde el punto de vista médico nada queda por hacer más que dejarla morir aunque, eso sí, asistida mecánicamente.

   Desconozco lo relacionado con la legalidad vigente sobre este tema. No sé, por tanto, si los pudores éticos de ciertos médicos y la deontología profesional son acertados o sobrepasan los límites establecidos. Pero a pesar de leyes parlamentarias y boletines oficiales, sí hay algo de lo que estoy razonablemente seguro: dominan, en ciertos casos, las convicciones religiosas sobre las sensibilidades puramente humanitarias. Y si bien aquellas tienen mi respeto a pesar de que obedecen a creencias, que no a ciencias, manifiesto mi rotunda oposición a tales comportamientos en cuanto que debe tener absoluta prioridad la cuestión humana sobre la religiosa. Por tanto, el derecho inalienable a la muerte digna –en este caso reclamado por los padres de la niña- tiene absoluta consistencia ética (e incluso moral) sobre el reparo impuesto por creencias puramente espirituales. Nadie, en nombre de ningún credo –Dios, Alá, Confucio, Javé- tiene autoridad sobre la vida de las personas que están en las condiciones en que mantuvieron a Andrea.

   Y la objeción de conciencia –con todos mis respetos- no es ningún argumento consistente para que el profesional de la medicina lo reclame y exija para justificar su negativa a la muerte digna de un enfermo. La objeción de conciencia, por otra parte, fue esgrimida desde los años 70 y década de los 80 del siglo pasado para oponerse a la llamada obligatoria al servicio militar. Admirables jóvenes prefirieron sanciones, calabozos, cárceles y castillos militares antes que el aprendizaje de la muerte en los cuarteles. Porque subfusiles, el CETME y la Parabellum 9 mm, por ejemplo, son armas para matar. Y en los campos de tiro nos enseñaban su funcionamiento apuntando a un blanco, un posible enemigo.

   Pero voy más allá. Los padres de Andrea pedían sedación y que se le quitara el tubo que la mantenía con vida. O lo que es lo mismo, ni tan siquiera la eutanasia, la aceleración de la muerte. Reclamaban la muerte natural frente a la vida artificial. Sin embargo, defiendo con plena convicción el inalienable derecho del paciente (sufriente) o de sus parientes y amigos a solicitar que se precipite la llegada de la muerte en un cuerpo acaso consciente o inconsciente, pero ya desechado por la ciencia médica.

   Me impactan las serenidades y enterezas de quienes exigen para sí mismos el rapidísimo paso de la vida a la nada, la llegada de Ella, que no sorprenderá en cuanto que es la deseada: morir, a fin de cuentas, no es más que dejar de estar vivo.

* En La casa de mi tía por gentileza de Nicolás Guerra Aguiar