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lunes, 29 de abril de 2024 00:53h.

La guerra es una estafa Capítulo 3: ¿Quién paga las cuentas?- por General Smedley D. Butler (1935)

 

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 En La casa de mi tía con la colaboración de Federico Aguilera Klink

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LA GUERRA ES UNA ESTAFA. En La casa de mi tía con la colaboración de Federico Aguilera Klink

 

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Capítulo 3

¿Quién paga las cuentas?

¿Quién aporta los recursos para pagar los beneficios, esas simpáticas y modestas ganancias de veinte, cien, trescientos, quinientos y mil ochocientos por ciento? Todos nosotros los pagamos con nuestros impuestos. Abonamos sus beneficios a los banqueros cuando compramos Liberty Bonds[6], al precio de cien dólares cada uno, y se los vendimos tiempo después a ellos mismos en ochenta y cuatro u ochenta y seis dólares. De esta manera, los banqueros terminan recibiendo de nosotros más de cien dólares. Fue una manipulación simple. Los banqueros controlan los mercados de valores. Para ellos fue fácil deprimir el precio de esos bonos.

Frente a esta caída, todos nosotros —es decir, la gente— entramos en pánico y vendimos los bonos en ochenta y cuatro u ochenta y seis dólares. Los banqueros los compraron. Acto seguido, esos mismos banqueros estimularon un auge, a resultas del cual los bonos se cotizaron a la par y, finalmente, se vendieron por encima de su valor original de cien dólares. De esta manera, los banqueros cobraron sus utilidades. 

No obstante, la verdad es que el soldado es el que paga la mayor parte de la cuenta. Si usted no lo cree, visite los cementerios de estadounidenses ubicados en los campos de batalla del exterior. O visite cualquiera de los hospitales para veteranos de guerra en los Estados Unidos. En una gira por el país, que realizo mientras escribo estas líneas, he visitado dieciocho hospitales gubernativos para veteranos. En ellos hay un total aproximado de cincuenta mil hombres destruidos, hombres que eran lo mejor de la nación hace dieciocho años. 

El altamente calificado cirujano principal del hospital gubernativo de Milwaukee, donde se encuentran internados tres mil ochocientos de estos muertos vivientes, me informó que la mortalidad entre los veteranos es tres veces mayor que la de aquellos que [no fueron a la guerra y] permanecieron en sus casas. 

Jóvenes de opinión normal fueron extraídos de los campos, oficinas, fábricas, salones de clase y colocados en las filas militares. Allí fueron moldeados y reconstruidos; se les lavó el cerebro para que considerasen el asesinato como la orden del día. Colocados hombro a hombro y mediante la psicología de masas, fueron completamente transformados. Los utilizamos por un par de años y los entrenamos para no pensar en matar ni en ser muertos. Luego, repentinamente, los dimos de baja y les hablamos de la necesidad de efectuar otro «lavado de cerebro». Esta vez tendrían que hacer su propia readaptación, sin psicología de masas, sin ayuda ni asesoría de oficiales y sin propaganda a escala nacional.

No los necesitábamos más. Los dispersamos sin ningún discurso de «tres minutos» ni ningún desfile del «Liberty Loan»[7]. En la práctica, muchos, demasiados, de estos excelentes jóvenes están mentalmente destruidos, porque no pudieron realizar por su propia cuenta el «lavado de cerebro» final. En el hospital gubernativo de Marion, Indiana, mil ochocientos de estos jóvenes están encerrados. Quinientos de ellos están en barracas, con rejas y alambradas de acero colocadas alrededor de los edificios y las entradas. Estos jóvenes han sido destruidos mentalmente. Ya ni parecen seres humanos. ¡Si pudieran ver las expresiones de sus rostros! Físicamente están en forma; mentalmente, están ausentes. Existen miles y miles de estos casos, y más y más llegan a cada momento. 

Los jóvenes no pueden adaptarse al cambio que representa pasar de la enorme excitación de la guerra a la repentina desaparición de esta excitación. Ésa es una parte de la cuenta. Es demasiado para los muertos; ellos ya pagaron su parte de las utilidades de la guerra. También es demasiado para los heridos mental y físicamente; ellos están pagando en este momento su parte de las utilidades de la guerra. 

Pero también otros pagaron. Pagaron con la congoja, cuando se separaron de sus hogares y de sus familias para vestir el uniforme del Tío Sam, del que otros obtuvieron una ganancia. Pagaron otra parte en los campos de entrenamiento, donde estuvieron regimentados y se ejercitaron mientras otros los reemplazaban en sus trabajos y en los lugares que ocupaban en las vidas de sus comunidades. Pagaron en las trincheras, donde mataron y fueron matados; donde estuvieron días sin comer y donde durmieron en el fango, el frío y la lluvia, escuchando como horrible canción de cuna los gemidos y los gritos de los moribundos.

Sin embargo, no se olviden que el soldado también pagó parte de la cuenta en efectivo, en dólares y centavos. Hasta la guerra de Estados Unidos contra España tuvimos un sistema de recompensas; los soldados y marinos luchaban por dinero. Durante la Guerra Civil a los soldados se les pagaba primas en efectivo, en muchos casos recibidas antes que entraran en servicio. El Gobierno [Federal] o los estados, pagaban hasta mil doscientos dólares por conscripto. En la guerra de Estados Unidos contra España se otorgaron recompensas en dinero. Cuando capturábamos alguna nave, todos los soldados recibían su parte.

Al menos eso es lo que se suponía. Sin embargo, se descubrió que se podía reducir el costo de las guerras reteniendo y guardando todo el dinero de las recompensas, pero reclutando igualmente al soldado. De esta manera los soldados no podrían regatear por su fuerza de trabajo. Cualquier otro podría hacerlo, pero no el soldado. Alguna vez Napoleón dijo que «los hombres viven enamorados de las condecoraciones… Definitivamente tienen hambre de ellas». Así que desarrollando el sistema napoleónico —el negocio de las medallas— el gobierno aprendió que podría conseguir soldados por menos dinero, porque a los jóvenes les gustaba ser condecorados.

Hasta la Guerra Civil no se otorgó medallas. Fue entonces que se creó la Medalla de Honor del Congreso. Ello hizo que los reclutamientos fueran más fáciles. Después de la Guerra Civil no se concedieron nuevas medallas hasta la guerra de Estados Unidos contra España. En la [Primera] Guerra Mundial usamos la propaganda para hacer que los jóvenes aceptaran el reclutamiento. Se les hizo sentirse avergonzados si no se enrolaban en el ejército. Tan perversa era esta propaganda de guerra que hasta Dios fue incluido en ella. Con pocas excepciones, nuestros sacerdotes se sumaron al clamor de matar, matar, matar. Matar a los alemanes. Dios está de nuestro lado… Es Su voluntad que matemos a los alemanes. En Alemania, los buenos pastores convocaron a los alemanes a matar aliados… para complacer al mismo Dios. 

Era parte de la propaganda general, diseñada para hacer que la gente sea consciente de la guerra y consciente del asesinato. Enviados al exterior a morir, nuestros jóvenes fueron influenciados por hermosos ideales. [La Primera Guerra Mundial] fue «la guerra para acabar con todas las guerras». Fue «la guerra para hacer que el mundo fuera seguro para la democracia». Nadie les dijo que la razón verdadera eran dólares y centavos. Nadie les mencionó, conforme marchaban [hacia los campos de batalla] que su ida y su muerte en la guerra traerían consigo enormes beneficios.

Nadie les dijo a estos soldados estadounidenses que podían ser alcanzados por balas fabricadas en los Estados Unidos por sus propios hermanos. Nadie les dijo que los buques en los cuales iban a cruzar el océano podían ser torpedeados por submarinos construidos con patentes de los Estados Unidos. Sólo se les dijo que iban a participar en una «gloriosa aventura». En estas condiciones, atiborrados de patriotismo hasta la garganta, se decidió hacer que también ayudaran al pago de la guerra.

Fue así como les asignamos el gran sueldo de treinta dólares mensuales. Todo lo que tenían que hacer para recibir esta generosa suma fue dejar a sus seres queridos, renunciar a sus trabajos, tenderse en trincheras pantanosas, comer conservas enlatadas (cuando pudieran conseguirlas) y matar y matar y matar… y ser matados. ¡Pero espere! La mitad de ese sueldo —apenas un poco más de lo que ganaban diariamente, seguros en sus casas, un remachador de astillero o un obrero de fábrica de municiones— fue deducida puntualmente para sostener a sus dependientes, de manera que no se convirtieran en cargas para la comunidad.

Luego le hicimos pagar el monto de seis dólares mensuales correspondiente al seguro de riesgo de guerra, contribución que en un estado civilizado paga el empleador. Le quedaba menos de nueve dólares por mes. Entonces ocurrió la mayor de las insolencias: el soldado fue virtualmente obligado, bajo amenazas, a pagar por su propia munición, ropa y alimento, haciéndolo comprar Liberty Bonds. A la mayoría de soldados no les quedaba ningún dinero el mismo día de pago. Les hicimos comprar Liberty Bonds al precio de cien dólares.

Cuando regresaron de la guerra y no pudieron encontrar trabajo se los compramos a ochenta y cuatro y ochenta y seis dólares. ¡Los soldados compraron bonos por un valor cercano a los dos mil millones de dólares! Sí, el soldado paga la mayor parte de la cuenta. Sus familiares también pagan. Pagan sufriendo la misma congoja que él. Conforme él sufre, ellos sufren. En las noches, mientras el soldado está tendido en las trincheras y observa la metralla estallar a su alrededor, ellos, en sus casas, se acuestan en sus camas y se revuelven insomnes, su padre, su madre, su esposa, sus hermanas, sus hermanos, sus hijos y sus hijas. 

Cuando el soldado regresa a casa sin un ojo, o sin una pierna, o con la mente destrozada, ellos también sufren, igual o a veces más que él. Sí, y ellos también contribuyeron con sus dólares a las utilidades obtenidas por los fabricantes de municiones, banqueros, armadores, fabricantes y  especuladores. También ellos compraron Liberty Bonds y aportaron a la ganancia de los banqueros después del Armisticio, en la tramposa manipulación de los precios de los Liberty Bonds. Y aún ahora siguen sufriendo y siguen pagando las familias de los soldados heridos, de los mentalmente destrozados y de los que nunca pudieron readaptarse por sí mismos.

NOTAS

[6] Los Liberty Bonds fueron bonos emitidos por el Gobierno Federal de Estados Unidos para financiar su participación en la Primera Guerra Mundial. Entre 1917 y 1918 se realizaron cuatro emisiones de estos bonos, por un valor total de diecisiete mil millones de dólares.

[7] La segunda, tercera y cuarta emisión de los Liberty Bonds  recibieron el nombre de Liberty Loans.

 

 

 

 

* En La casa de mi tía con la colaboración de Federico Aguilera Klink

 

 

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