¿Hay «abuso mental» en la instrucción religiosa infantil? (Parte 3 de 3) - por Juan Antonio Aguilera Mochón
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¿Hay «abuso mental» en la instrucción religiosa infantil?
(Parte 3 de 3)
Juan Antonio Aguilera Mochón *
Hablo con cierta frecuencia del «abuso mental» que desde las religiones se ejerce sobre los menores de edad. Varias personas, algunas de ellas próximas ideológicamente, me han reprochado el cargar las tintas en exceso, el exagerar; eso me ha llevado a dudar y a volver a reflexionar sobre el asunto, e incluso a escribir un libro de próxima aparición. Ahora que comienza un nuevo curso, quiero resumir aquí en qué creo que consiste ese tipo de abuso, que en mi opinión suele perpetrarse tanto en la catequesis parroquial (sobre todo en la preparación de la primera comunión) como en la catequesis escolar (es decir, en las clases de religión), además de en la familia. Recordemos que toda la instrucción católica se fundamenta en el Catecismo de la Iglesia, que contiene, actualizada, la doctrina de ésta, y que por ello es una referencia principal para lo que sigue.
En estos contextos religiosos, abusar mentalmente de un menor de edad consiste en aprovecharse, desde una posición de autoridad y poder, de su vulnerabilidad –debida a la etapa temprana de su desarrollo– para inducirlo a aceptar acríticamente ciertas creencias (palmariamente erróneas, a menudo absurdas) sobre el mundo y la existencia, y, en base a estas, coaccionarlo para que lleve a cabo determinados tipos de conductas y rechace otros. El abuso se realiza por tanto, según mi punto de vista, mediante la transmisión a los menores de graves engaños de diversa índole que pueden perjudicar en mayor o menor grado su desarrollo intelectual, afectivo, social y moral, lo que además puede tener una repercusión negativa sobre la sociedad. Además, usualmente hay un abuso complementario mediante el acoso a la intimidad de sus conciencias.
En mi opinión, los principales componentes –algunos, entrelazados– del abuso mental religioso sobre la infancia son los siguientes:
• Engaño intelectual. Según lo que conocemos gracias a los avances científicos y a la mera racionalidad, se engaña gravemente a los niños acerca de cómo es la realidad: de lo que existe y no existe, de cómo funciona el mundo, y de la propia identidad y expectativas vitales. De especial relevancia es que se hace creer a los menores que hay un Dios-Creador al que deben su propia existencia y que, por esa razón, es su dueño y señor. No olvidemos que el creacionismo, contrario al evolucionismo, está totalmente desacreditado por anticientífico.
También hay engaños cuando se afirma la existencia de más entes sobrenaturales (ángeles y otros seres celestiales, infernales o purgatoriales) que, además, intervienen en el mundo real y llevan a cabo milagros (opuestos radicalmente a la ciencia). Y un engaño clave es el que se refiere a la existencia de las almas inmateriales e inmortales, que nos permiten una vida celestial (o infernal) después de la muerte del cuerpo.
• Actividades supersticiosas y mágicas. Se hace creer que podemos controlar hasta cierto punto a los seres de ultratumba (Dios, ángeles, santos, la Virgen), o ganarnos el favor de sus poderes sobrenaturales, mediante palabras, acciones, o participación en ritos (misas…) dirigidos a ellos, o con gestos de cariz mágico (como el santiguarse). Piénsese en los rezos o plegarias, desde el Padrenuestro o el Ave María, hasta los específicos infantiles como el «Jesusito de mi vida…» o el «Cuatro ángeles tiene mi cama…», que tendrían efectos beneficiosos en el mundo real (mediante la concesión de los mencionados milagros). La enorme confusión de relaciones causa-efecto es la base de la superstición y la pseudociencia.
• “Pensamiento” dogmático. Se enseña a los niños un modo dogmático de acceder al conocimiento, por el que deben creer lo que les dicen unas personas con autoridad o unos libros sagrados, sin prueba alguna, e incluso contra todo tipo de evidencias. Este “pensamiento” y este modo de adquirir conocimientos se opone a la racionalidad, la duda, la objetividad, el pensamiento crítico, y la exigencia de pruebas, característicos de la ciencia, que van parejos a la posibilidad de profundización o rectificación de los conocimientos adquiridos. Con todo ello crece el peligro de que se incentive el fanatismo integrista y el fundamentalismo.
• Moralidad heterónoma. Se imponen unas normas morales que se supone que provienen de Dios, y están dictadas por unas autoridades personales o unos textos sagrados, eliminando la posibilidad de la autonomía moral. No hace falta leer a Kant para entender que ir contra esta autonomía equivale a negar la libertad personal y es un atentado contra la dignidad humana.
En consecuencia, se enseña a responder en sociedad ante Dios más que ante los demás (por ejemplo, cuando se jura un cargo).
• Normas morales contra derechos fundamentales. Las normas morales que trata de imponer la religión, en buena parte van contra los derechos humanos, sobre todo los de las mujeres, homosexuales, y personas LGTBI. Es pues una moralidad machista, homófoba y LGTBIfoba,… que lleva a negar derechos y libertades fundamentales, como el disponer libremente del propio cuerpo y de la propia vida, y el respetar estos derechos de los demás. Hay un rechazo explícito del derecho al aborto, a la eutanasia, a los anticonceptivos, a la homosexualidad y a otras formas de sexualidad (al sexo libre).
• Ejemplaridad anómala. Se le presenta a la infancia, como modelos de rectos comportamientos, los de personajes reales o ficticios que ejemplifican valores religiosos a menudo contrarios a la libertad de conciencia y a la dignidad humana. Baste como ejemplo (especialmente nocivo para las niñas) el de la «Virgen María», modelo de docilidad y sumisión a la autoridad religiosa, a entes ultramundanos y a los varones, y de renuncia, extrema hasta el absurdo, a los goces sexuales y a sus intereses personales. Repárese también en los más de 1.500 nuevos beatos proclamados por el papa Francisco y predecesores por ser «mártires de la guerra civil española», todos, curiosamente, del bando fascista.
En un ámbito más próximo, se consideran personas ejemplares cotidianas las autoridades de la Iglesia (desde curas hasta el papa), todas ellas varones (lo que refuerza un modelo machista de sociedad y conducta), y las o los catequistas, subordinados a ellos. Además, el conocido dicho «haz lo que yo diga pero no lo que yo haga» suele aplicarse con especial acierto para describir la frecuente hipocresía de la casta sacerdotal y de los beatos, una “virtud” que quizás no se enseñe formalmente, pero que parece que se aprende con facilidad.
• Supremacismo machista. La moralidad y la mencionada «ejemplaridad» religiosa incluyen estereotipos machistas de género que perjudican a los dos sexos, al verse ambos apremiados a satisfacer ciertas expectativas muy limitantes y frustrantes (chicos duros, mujeres dóciles…). Pero dañan, sobre todo, a las mujeres, homosexuales y LGTBI, pues se pretende que se consideren inferiores a los hombres heterosexuales; estos se creen, en consonancia, superiores y merecedores de privilegios. Este supremacismo puede llegar a favorecer reacciones violentas por parte de los segundos cuando ven peligrar su superioridad y privilegios sobre las primeras. En otras palabras, todo ello puede servir para justificar o promover la violencia machista, así como la vicaria sobre los menores.
El supremacismo machista de la Iglesia católica y otras organizaciones religiosas es tan extremo que para formar parte de la jerarquía es imprescindible tener pene. Al margen de que no entiendo que esa discriminación sea legal –y tolerada social y políticamente–, me parece abominable que líderes y gobiernos que alardean de feministas le mantengan a tan hipermachistas entidades extraordinarias prerrogativas educativas.
• Ideología (ultra)derechista. Cabe añadir que, desde el punto de vista político, la religión suele educar en un tipo de valores (los mencionados y otros relacionados) defendidos por la derecha extrema, de modo que cabe esperar que se incentive un apego por esta ideología política (por descontado, no tanto como en el franquismo), lo cual creo que tiene repercusiones sociales, en mi opinión muy negativas. No olvidemos la complicidad total y criminal de la Iglesia católica española con el franquismo (y el apoyo actual a la derecha ultramontana); los desorbitados privilegios de la Iglesia en España demuestran que siguen existiendo gravísimas secuelas económicas, políticas, y educativas (las aquí denunciadas) del nacionalcatolicismo franquista. No habrá verdadera «memoria democrática» mientras no se extingan.
• Segregación por creencias. En la instrucción religiosa infantil se separa a los adoctrinados en cada creencia de los adoctrinados en otras, y de los no catequizados. A veces ocurre en el mismo centro –temporalmente, durante las clases de religión–, otras en centros diferentes. Por cierto, me parece inaceptable que existan centros educativos (concertados o privados) con un «ideario» religioso o de otra ideología dogmática, en los que además hay una segregación por clases sociales. La escuela laica, como el respeto a la infancia, debe ser universal, y no es de recibo eso de que «quien quiera religión escolar para sus hijos que la pague», pues deben prevalecer los derechos humanos de todos los niños.
Por otra parte, se hace creer y sentir a los creyentes de cada tipo que son superiores al resto, pues ellos poseen la Verdad absoluta, pero también se sienten temerosos con los diferentes. Esas creencias que excluyen, temen y menosprecian a los no correligionarios sirven de fundamento, coartada o refuerzo para la desconfianza y para avivar conflictos entre individuos o entre grupos. Alientan el supremacismo xenófobo, con sus componentes de recelo y de odio. A nivel mundial, a menudo esos conflictos son armados (guerras incluidas).
• Invasión y acoso de la intimidad mental. Especialmente durante el «sacramento» de la confesión, necesario para la comunión (otro sacramento) y para alcanzar la «salvación», se obliga a los niños a «confesar» sus pensamientos y sentimientos más íntimos. No se trata solo de una intromisión en la intimidad del menor (invasión), sino de que esta es examinada, juzgada y manipulada (acoso). Se viola así gravemente el derecho fundamental a la intimidad recogido en la Constitución española (art. 18) y varias Declaraciones de Derechos.
La aceptación de una intromisión en la intimidad acaso facilite la posterior tolerancia frente a las intrusiones que se ejercen mediante las nuevas tecnologías, con las que se vulnera lo que hoy se considera un «neuroderecho» fundamental.
No solo eso; además, se hace creer a los menores que sus mentes (así como sus acciones) están continuamente vigiladas, es decir, que alguien conoce (y eventualmente premiará, o castigará como pecados) sus pensamientos, sentimientos y deseos. Me parece algo abyecto y perverso, pero no suele juzgarse así supongo que por la fuerza de la costumbre. Entre los vigilantes ultramundanos está Dios en primer lugar, y seres de apariencia bondadosa como los Reyes Magos.
• Culpabilización desproporcionada. Se introducen sentimientos desmedidos de culpa (pecado) y de necesidad de redención y castigo, según las normas de la moral heterónoma impuesta. Se acompaña de sentimientos de vergüenza, temor, inferioridad y dependencia de la aprobación y el perdón por parte de las autoridades religiosas.
• Represión de goces espirituales y físicos. La moralidad heterónoma represora y la culpabilización impiden o dificultan el goce del propio cuerpo y de las relaciones sexuales y afectivas libres con los demás.
• Miedo. Se introducen sentimientos de miedo ante los castigos en «esta vida» (físicos y sobre todo psicológicos) y en «la otra», es decir, después de la muerte (una condena eterna en el infierno, o temporal en el purgatorio). Como dijo Spinoza, el miedo promueve la superstición; y también la violencia.
• Chantaje. Hay chantajes de tipo positivo con la promesa de goces espirituales y materiales, de nuevo en esta vida (por ejemplo, alabanzas y consideración, regalos, festejos…) o en la otra (la «salvación» que niega la muerte y lleva a la «gloria» eterna). Y de tipo negativo, sobre todo por el mencionado miedo a los castigos, o de verse privados de los goces prometidos.
• Inducción al proselitismo. Al estar en posesión de la Verdad absoluta, tanto intelectual como moral, se incita a los niños a transmitirla, a defenderla, y hasta a imponerla sobre los demás (aquí conectamos con los aspectos sociales y políticos).
• Afiliación involuntaria a una organización. Generalmente, a los pocos meses de nacer, es decir, cuando el menor no tiene la más mínima consciencia de lo que se hace con él, se le afilia en una organización religiosa (según los creyentes, de por vida). Ahí no hay aún, estrictamente, abuso mental, pero la afiliación involuntaria ya es un abuso en sí misma, y además se realiza con el compromiso de los adultos implicados de imbuirle al menor las doctrinas religiosas correspondientes. Normalmente, ese menor, antes de que pueda decidir, será catequizado (adoctrinado) en la escuela, la parroquia y la familia, será sometido a confesión, hará la primera comunión, etc.
Todo lo expuesto, y probablemente más, puede tener mayor o menor importancia, producir más o menos daño en las niñas y niños. Cuando hay menos perjuicio es porque el adoctrinamiento es más torpe, menos acorde con los dogmas católicos (o los que correspondan), o se ve contrarrestado por influencias emancipadoras. Pero cuanto más calen las creencias religiosas en las mentes infantiles, más grave será el menoscabo que pueda causar a los propios niños, y a los demás, todo lo dicho anteriormente. No se me ocurre ningún efecto positivo serio que compense significativamente todo lo advertido, aunque algunas personas aducen que han quedado «vacunadas» contra los fraudes religiosos y contra otros engaños y abusos mentales. Sin embargo, parece más habitual que las víctimas del adoctrinamiento religioso, es decir, del “pensamiento” irracional y de la desinformación probablemente más exitosa de la historia de la humanidad, sean más proclives a dejarse embaucar por otros engaños irracionales o pseudocientíficos, religiosos o no; en definitiva, por otros tipos de desinformación. Y a aceptar dócilmente otras fuentes de desigualdad social, especialmente el neoliberalismo.
Otro aspecto que considerar es el enorme número de niñas y niños afectados: cada curso, más de tres millones reciben catequesis escolar (no tengo datos sobre la parroquial), es decir, algo más de la mitad del total. A quienes me dicen que el 99 % de los niños adoctrinados salen indemnes de todo lo que argumento, les pido que echen cuentas del impacto bruto que supone, incluso con esa estimación tan optimista e inverosímil.
Por último, no se olvide, de una parte, que el abuso mental a veces va de la mano o es la antesala de abusos sexuales por parte de sacerdotes u otros miembros de la Iglesia a quienes se concede autoridad e intimidad sobre los niños. Así que, padres y madres: más vale ser muy precavidos y no fiarse. Y, por otra parte, que todo lo dicho vale igualmente para otras religiones, como el judaísmo, el evangelismo, el islamismo… Los abusos mentales y físicos que fundamentándose en este último se perpetran sobre las niñas y las mujeres en general son hoy día especialmente extremos y dramáticos en varios países.
El abuso mental religioso sobre la infancia es antónimo del respeto y la promoción del desarrollo de la conciencia libre, de la emancipación y la dignidad humanas. En nombre de ese respeto a las niñas y niños, me atrevo a pedir a los padres, madres y tutores que reflexionen sobre todo lo aquí expuesto, sobre lo que está en juego si los alistan y adoctrinan religiosamente (o de otra manera); en particular, si los apuntan a la catequesis parroquial o escolar (o a lo equivalente en cualquier religión o ideología dogmática). Les recuerdo que, si en este mismo momento ya están apuntados, tienen todo el derecho a sacarlos y liberarlos. E, incluso en casa, tengamos presente que no somos dueños, sino responsables, de nuestros hijos e hijas.
Es obvio que hacen falta además cambios legislativos y otras medidas políticas contra el abuso aquí denunciado, en particular para acabar con todo adoctrinamiento escolar (público y privado) y, por descontado, con toda ayuda pública (los llamados «conciertos») a centros adoctrinadores. No hablo de ellas aquí, pero quiero añadir, con gran pesar, que en la actualidad no espero gran cosa de los grupos políticos autoproclamados «progresistas» que se supone que comparten buena parte de lo aquí defendido, si no todo, pues no hay expectativas de que actúen mientras no encaje en sus cálculos electorales. Es deplorable que estén siendo cómplices de la grave agresión, aquí denunciada, sobre la infancia.