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jueves, 28 de marzo de 2024 09:57h.

Todos son nuestros hijos - por Lidia Falcón

 

FRASE FALCÓN

Todos son nuestros hijos - por Lidia Falcón *

El niño de ocho años que se presentó en el Parlamento de Extremadura vestido de niña y leyó una ponencia lacrimógena que con toda evidencia no había escrito él, ante una audiencia embelesada compuesta por todos los partidos acreditados en esa Cámara, ya tiene el DNI de niña con el nombre de Elsa.  Los partidos no se pronuncian, el Defensor del Menor no dice una palabra, la sociedad permanece indiferente y nadie se ha horrorizado. Me siento triste.

Nunca creí que esta España algo democrática que contribuí a crear mostrara su “modernidad” permitiendo que sus menores sean manipulados, inducidos, engañados y para desastre final, medicados y hasta mutilados, para complacer los caprichos de una infancia que seguimos sin saber proteger.

Desde la más remota antigüedad los niños han sido utilizados por los adultos en su beneficio y según las necesidades de las clases dominantes: asesinados para controlar la población  -el infanticidio se practica legal o impunemente hasta entrado el siglo XIX-; explotados en el trabajo; abusados sexualmente por los pederastas, la antigua Grecia lo considera un derecho de los adultos –lean El Banquete de Platón-; vendidos como esclavos, entrenados para asesinar, convertidos en soldados en guerras interminables,  lo que todavía está sucediendo. Las niñas son utilizadas desde muy pequeña edad como objetos sexuales, tanto por los hombres de la familia como vendidas para la prostitución, el servicio doméstico, el trabajo agrario.

En la revolución industrial, el Capital utilizó la fuerza de trabajo infantil, además de la masculina y la femenina, hasta la extenuación. El Reino Unido, donde comienza el desarrollo de la industria moderna, aprueba en 1830 las primeras "Acts" de protección de los menores. España, siempre más atrasada, discute la primera Ley de Trabajo de Mujeres y Niños en 1900, para impedir que a los 10 años fuera legal contratarlos en minas, canteras, fábricas, explotaciones agrícolas.

Ha hecho falta que transcurrieran varios milenios para que Naciones Unidas aprobara en 1959 una Declaración de los Derechos del Niño que incluía 10 principios. Pero no era suficiente para proteger los derechos de la infancia porque legalmente esta Declaración no tenía carácter obligatorio. Por eso, en 1978, el Gobierno de Polonia presentó a las Naciones Unidas la versión provisional de una Convención sobre los Derechos del Niño.

Tras 10 años de negociaciones con gobiernos de todo el mundo, líderes religiosos, oenegés y otras instituciones, se logró aprobar el texto final de la Convención sobre los Derechos del Niño el 20 de noviembre de 1989, cuyo cumplimiento sería obligatorio para todos los países que la ratificasen.

La Convención sobre los Derechos del Niño se convirtió en ley en 1990, después de ser firmada y aceptada por 20 países, entre ellos España. Hoy, la Convención ya ha sido aceptada por todos los países del mundo, excepto Estados Unidos.

El 20 noviembre se celebra en todo el mundo el Día Universal del Niño, que cada año recuerda la aprobación de la Convención sobre los Derechos del Niño, el 20 de noviembre de 1989.

La Declaración de los Derechos del Niño y de la Niña por Naciones Unidas en 1989 comienza: “Los Estados Partes reconocen el derecho del niño a estar protegido contra la explotación económica y contra el desempeño de cualquier trabajo que pueda ser peligroso o entorpecer su educación, o que sea nocivo para su salud o para su desarrollo físico, mental, espiritual, moral o social.”

España  ratificó esta declaración en 1990. Su exposición de motivos explica: “Teniendo presente que la necesidad de proporcionar al niño una protección especial ha sido enunciada en la Declaración de Ginebra de 1924 sobre los Derechos del Niño y en la Declaración de los Derechos del Niño adoptada por la Asamblea General el 20 de noviembre de 1959, y reconocida en la Declaración Universal de Derechos Humanos, en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (en particular, en los artículos 23 y 24), en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (en particular, en el artículo 10) y en los estatutos e instrumentos pertinentes de los organismos especializados y de las organizaciones internacionales que se interesan en el bienestar del niño.

“Teniendo presente que, como se indica en la Declaración de los Derechos del Niño, «el niño, por su falta de madurez física y mental, necesita protección y cuidado especiales, incluso la debida protección legal, tanto antes como después del nacimiento»…”

¿Qué está pasando en nuestro país? No solamente no cumplimos los mandatos internacionales ratificados formalmente por las Cortes y firmados por el Rey, no solamente no aplicamos las leyes vigentes que establecen que la protección del menor corresponde primero al padre y a la madre y que cuando éstos incumplen su obligación el Estado dispondrá los medios para su tutela, sino que ya no tenemos límites morales a los abusos que los adultos vuelven a cometer contra sus hijos.

Arthur Miller, el dramaturgo norteamericano (1915-2005), escribió la obra Todos eran mis hijos en 1947. Uno de sus primeros alegatos a la sociedad norteamericana contra la utilización de los jóvenes en las guerras imperialistas en que el Gobierno los implicaba. El protagonista descubre,  tras su tragedia personal, que no sólo debía proteger a su hijo sino a toda la juventud estadounidense que moría continuamente por el delirio de los que gobernaban, ya que “todos eran sus hijos”.

La ciudadanía española debe descubrir todavía que todos los niños y niñas “son sus hijos”, y no puede permitir que las desviaciones mentales de unos cuantos gobernantes los conviertan en objeto de experimentos.

La sociedades civilizadas, es decir, aquellas que han aceptado la Declaración de los Derechos Humanos de 1948, la eliminación de todas las Discriminaciones contra la Mujer de 1979 y la de los Derechos de los Niños y Niñas de 1989, no pueden permitir que un grupo minúsculo de iluminados imponga legalmente lo que se ha dado en llamar “autodeterminación de género”, un constructo lingüístico que no tiene ninguna correspondencia en la realidad y que, según ellos, permite que cualquier persona se declare de otro sexo porque así se siente, y que no sólo lo hagan los adultos -que si no tuviera consecuencias legales allá cada cual con sus fantasías- sino, lo más lamentable, que se acepte que menores de seis años puedan declararse de otro sexo y sin más trámite –ni terapias psicológicas ni informes psiquiátricos ni aún el permiso de los padres- esa criatura pretenda vivir con la apariencia del sexo contrario, y en consecuencia se les cambie la identidad en el Registro Civil, en el DNI, en el trato social, en las relaciones con las demás personas, en la participación en el deporte y su pertenencia al Movimiento Feminista.

Pero esa fantasía no únicamente es literatura, a la que todo le está permitido, sino que se implanta  en el cuerpo del niño a través de medicación que va influir perniciosamente en su construcción física, en su maduración sexual y naturalmente en su salud mental. Los bloqueadores de hormonas impiden el crecimiento, debilitan el calcio de los huesos provocando osteoporosis, impiden la construcción de los caracteres sexuales secundarios, alopecia en el caso del cambio de hembra a varón, incluso se discute si pueden producir cáncer. A estas terapias previas pueden seguirse las operaciones quirúrgicas de reasignación de sexo antes de cumplir la mayoría de edad.

Cuando en todas las sociedades avanzadas hemos llegado al consenso de determinar la mayoría de edad a los 18 años, considerando que antes no se tiene suficiente madurez mental ni emocional para tomar decisiones importantes como es adquirir propiedades, viajar sin permiso parental y votar, una opción de importancia vital e irreversible como es cambiar de sexo se les consiente a partir de 9 y hasta de 6 años.   

Si esa norma se aprueba, y se permite que las fantasías infantiles se conviertan en “normalidad” legal, se producirá además un contagio entre los críos que jugarán a esa transformación como las generaciones anteriores se disfrazaban de piratas o policías. Este fenómeno sucede en el Reino Unido, que consiente semejantes atrocidades desde años, y que ha alarmado por fin al Gobierno cuando ha comprobado que las demandas de cambio de sexo en los niños han crecido un 1.000 por cien.

Si la sociedad española, amaestrada y egoísta no toma parte activa oponiéndose a semejante despropósito, las próximas generaciones se encontrarán de pronto con muchos seres frustrados, desesperados y arrepentidos de una decisión transcendental para su estabilidad social y emocional que tomaron cuando no tenían cordura suficiente para ello y que nos echarán en cara no haberles protegido de sí mismos cuando lo necesitaban.

Porque todos son nuestros hijos.

* La casa de mi tía agradece la gentileza de Lidia Falcón

LIDIA FALCÓN RESEÑA

mancheta 23